La cata

Había que seleccionar el vino para la graduación, no podíamos arriesgarnos a que una mala decisión arruine aquella ceremonia (al menos, valía como excusa). Así que en la promoción decidimos armar una comisión, comprar algunas botellas para degustar y decidir. Éramos diez, fuimos al supermercado y nos pusimos de acuerdo: cada uno compraría dos botellas de un tipo, vino blanco o champán, unos cien gramos de queso (para poder neutralizar el sabor entre botellas) y algo de pan.
En casa de Tito, ya con las botellas frías, comenzó el trabajo de selección. Era una tarde de noviembre y el clima era perfecto para la terraza junto a un jardín donde un par de poncianas nos protegían de la puesta del sol. Teníamos espumantes, tres versiones de Chardonnay, dos Sauvignon Blanc, alguien trajo un rosé a pesar de mi protesta. Eso sí: ningún tinto, que era lo que correspondía. Como buenos ingenieros nos asignamos números y un programa en la calculadora científica del Chato Mendiola nos ordenó aleatoriamente. Mis botellas serían las sextas; el Chato cerraría la cata. Fue él mismo quien propuso poner un poco de emoción al proceso:
—A quien le toque, al momento de presentar su elección, deberá contar algo que no sepamos de él. ¿Qué les parece?
Nos miramos entre todos con una mezcla de sorpresa y curiosidad, pero nadie se opuso. Yo comencé a pensar rápidamente en qué compartir que fuera inofensivo e interesante a la vez, y parecía que los demás estaban haciendo el mismo proceso mental. La curiosidad por conocer los secretos de los otros se imponía sobre el pudor.
Empezó Daniel. Descorchó sus botellas de Santa Elena, se sirvieron las copas, alzó la suya e hizo un brindis: “Por la mejor universidad del Perú”. Bebimos, calificamos el vino de uno a cinco (Tito llevaba el registro) y nos dispusimos a escuchar la primera confesión:
—Una vez invité a cenar a una profesora de facultad mientras estaba en su curso. Y ella aceptó.
Comenzaron a llover las preguntas, (“¿Qué profesora?”, “¿Qué más pasó?”, “¿Te subió la nota?”), pero el Chato Mendiola detuvo el interrogatorio:
—Amigos, hoy el acuerdo es compartir un secreto, nada más. Ya tendremos tiempo para que el morbo se manifieste en todo su esplendor.
Los comentarios continuaron por un momento, pero poco a poco se fueron silenciando. Comimos algo de queso y pan. Entonces Lorenzo descorchó su par, un espumante Valdivieso, y se levantó:
—Para impresionar a mi enamorada, una vez suplanté a su hermano en un examen de matemática básica en la San Martín.
Otra vez surgieron los rumores. Risas, pan y queso. Luego fue el turno del Lagarto Jiménez, con un par de Tacamas y un brindis por nuestros maestros, “a pesar de todo”:
—Si hablamos de impresionar, yo acompañé a la mía a la morgue de San Fernando para conseguir un cerebro. Tuvimos que sobornar al vigilante. Luego salimos y subimos a un microbus con esa masa encefálica en una bolsa dentro de mi mochila.
—¿Tienes una enamorada caníbal? —preguntó Daniel, ya alegrón, luego de la quinta botella.
—No seas idiota. Ella estudia psicología. Necesitaba el cerebro para un curso — fue su respuesta, envalentonado, provocando la risa de todos.
Así continuaron los brindis y las confesiones, mientras calificábamos los vinos. Nos enteramos de que Tito bailaba tango, que Pablo Huamán había sido modelo para pintar desnudos en Bellas Artes, que yo había sido profesor de religión en un colegio de mujeres, que en una noche de luna llena Beto Ruiz se había trepado a la Huaca de la Luna en las afueras de Trujillo, desnudo (“para sentir la energía de mis ancestros”) y que Tano Hidalgo guardaba en su casa un cáliz de la capilla de la universidad (“No es robo. Es para que me de buena suerte. Lo devolveré cuando me gradúe. Lo juro”). La idea del Chato Mendiola había provocado una catarsis inesperada.
—Gianmarco y yo nacimos en la misma clínica, el mismo día —dijo, penúltimo, Claudio Ríos, con una voz pastosa, seseando —. Así que es probable que se hayan equivocado de cuna y yo sea realmente Gianmarco. Puede que estén frente a un artista, muchachos.
Finalmente, fue el turno del Chato Mendiola. Esperó hasta que se apagaran las risas provocadas por el desvarío de Claudio. Entonces se levantó, descorchó un par de botellas de un espumante rosé que tenía el insolente nombre de El Chisme, recorrió con la vista toda la mesa y dijo solemnemente:
—Yo escribo cuentos inspirados en las confesiones de mis amigos.

Lima, Octubre del 2020

La última noche

Segunda:

Comprendo su molestia señor; juro que hubiera querido evitarle esta incomodidad. Usted y su acompañante irradiaban un aura de dicha que no quería arruinar por un riesgo totalmente improbable y, debo decir, embarazoso para nosotros. Nuestro cóctel de cortesía, las copas exclusivas de cristal de Bohemia, el florero con rosas rojas, las velas, la mesa en un lugar discreto, todo calzaba a la perfección. Por eso no reaccioné, para no destruir ese instante en el que quizás ustedes estaban definiendo el curso de sus vidas. Y tiene usted razón: este pequeño incendio, el corte en un brazo de la dama y su terno arruinado con cera y licor, son el resultado de mi parálisis, de haber sobreestimado las habilidades de esa rata para cruzar entre los adornos de la viga sin perder el equilibrio y caer sobre la mesa.

Primera:

Al verla quedé deslumbrado: El vestido negro con brillos dorados, hasta las rodillas, el cabello suelto que llegaba hasta la mitad de la espalda, la piel canela con un pequeño tatuaje en forma de margarita en el brazo derecho. Pero sobre todo, unos ojos que parecían los de un águila, siempre atentos al menor detalle. En el camino conversamos sobre los compañeros de la oficina y la próxima visita de un gerente de Casa Central. Trivialidades.

En el restaurante nos dieron una ubicación inmejorable, en una esquina, con una luz muy tenue débilmente reforzada por las velas que, junto con un florero con dos rosas, completaban el adorno de nuestra mesa. Susana se veía animada, la conversación fluía sin dificultad. Nos habían servido el cóctel de la casa en sendas copas de cristal azulino donde Susana observaba divertida el reflejo de la llama.

De pronto, parecía que la magia estaba a punto de ocurrir. Susana levantó, su copa y sonrió radiante, bellísima. “Es ahora o nunca”, dije para mis adentros. Y entonces tomé mi copa, extendí mi mano libre y sostuve la suya sin que ella opusiera resistencia, me miró con esos ojos que para mí lo veían todo, anhelantes, aguardando que rompiera ese silencio. Entonces me animé a declararle mi amor, con unas palabras que había repetido un centenar de veces, solo frente al espejo:

— Susana, contigo siento que soy capaz de llevar al mundo sobre mis hombros y ser feliz. Quiero que seamos uno, el ying y el yang, que construyamos una eternidad para los dos. Te amo.

Pero antes de que pudiera emitir la primera sílaba, una rata cayó del techo, volteando la vela sobre el mantel que no tardó en encenderse. Susana soltó su copa, se hizo trizas y un pedazo del cristal azulino provocó un corte en el brazo de mi amada. Mi terno acabó apestando a licor. Alguien gritó, no sé si el animal, Susana o los tres, la rata huyó a la cocina y nunca más la vi.

A Susana, tampoco.

Tercera:

Iba a ser otra noche perfecta en el Mamma Rosy. Faroles adosados a las columnas de madera envejecida emitían la cantidad justa de luz para crear una atmósfera íntima, que entonaba con la vela y el florero que completaban la sobriedad del decorado de cada mesa. Vigas, también de madera, cruzaban el salón principal y sobre ellas Donna Rosa, la dueña, había colocado pequeñas vasijas de cerámica blanca con paisajes de intensos colores, típicas de su Toscana natal.

Cocineros y mozos trabajaban con una armonía que sólo se consigue con práctica, como en una orquesta. Desde la barra, Alfredo, el administrador, observaba cómo su equipo estaba ayudando a crear, como todas las noches, momentos especiales, ojalá que felices, quién sabe si únicos.

De pronto, una ligera sombra en el techo capturó su atención: Una mancha negra se desplazaba entre las vasijas de una de las vigas. No tardó en comprender que se trataba de una rata, que avanzaba sigilosamente con dirección a la cocina, procurando pasar desapercibida.

Por un segundo, Alfredo pensó en alertar a los clientes, pero inmediatamente reflexionó sobre el prestigio del Mamma Rosy: una alimaña en un restaurante es la clase de noticia que vuela y mata un negocio. Entonces se limitó a seguir la trayectoria del roedor confiando en su sigilo. Observó las tres mesas que estaban exactamente debajo de la malhadada viga, todas ocupadas por parejas. Durante una eternidad el animal pasó sobre las dos primeras con una destreza que hizo pensar con disgusto a Alfredo que no era la primera vez que usaba esa viga como puente. Sólo faltaba una mesa, donde una pareja joven estaba en la primera copa. Ella llevaba un vestido negro con puntos dorados que reflejaban sutilmente la luz de los faroles, mientras que el hombre vestía un terno cuyo color estaba entre el tabaco y el petróleo. Se miraban embelesados, tomados de la mano, con una copa en la otra, a punto de brindar.

A la rata le faltaban sólo dos vasijas y Alfredo, con los nervios de punta, la alentaba mentalmente a que llegara invicta a la meta. Pero algo pasó sobre la viga: el animal se sintió observado, titubeó, perdió el equilibrio y se desplomó como una piedra con pelos, cayendo directamente sobre la vela, lanzando un alarido que fue seguido por los de los novios. Alfredo, impotente, veía cómo se incendiaba el mantel, se caía el florero, las copas se hacían pedazos, un brazo de la mujer sufría un corte y el licor terminaba en los pantalones del novio. El animal, herido y chamuscado, huyó hacia la cocina perdiéndose de la vista de Alfredo, quien comenzaba a entender, resignado, que estaba siendo testigo de la última noche del Mamma Rosy.

Lima, Abril del 2020

La resonancia

Cuando se despertó eran como las seis de la mañana y el bus avanzaba sobre una cinta negra perfecta, sin curvas, que cruzaba un arenal difuso envuelto por una espesa camanchaca, señal de que Tacna no quedaba ya muy lejos. Alfredo se estiró, comprobó que nada había ocurrido con su mochila, abrió un paquete de galletas y lo acompañó con el último jugo de naranja. Lo etéreo del paisaje lo llevaba a retomar los pensamientos con los que se quedó dormido luego de tomarse lo que quedaba de la botella de pisco que había comprado en Ica.

Esperaba pronto tener señal para llamar o al menos dejar un mensaje a Claudia. ¿Fue buena idea declararse justo antes de asumir este trabajo como ingeniero en la construcción del nuevo hospital de Tacna? Cuando lo hizo parecía la mejor decisión, pero un viaje junto a un mochilero que no hablaba español le dio muchas horas para pensar y dudar. La quería (o creía quererle) y por eso mismo le parecía injusto condenarla a un novio ausente. Además, ¿podría él mantenerse firme sabiendo que la camaradería en la obra implicaba ciertas transgresiones? ¿Sería capaz de regresar airoso a Lima y mirarla a los ojos? De cualquier forma, habría mucho tiempo para pensar, por lo menos un mes antes de su primera semana libre. Así que por ahora tenía que enfocarse en su nuevo trabajo.

Al llegar a la ciudad se dirigió a la pensión que le habían recomendado en el centro, no lejos de la Avenida San Martín. Era domingo; al día siguiente debía presentarse en la obra. No quería dejar pasar ningún detalle, así que revisó todo lo que usaría al día siguiente: Las botas con punta de acero, perfectamente lustradas, el chaleco reflectivo que usaba como cábala desde la universidad, los anteojos de seguridad Bollé, regalo de un tío que vivía en Miami.

Faltaba el corte de cabello. La prolongada despedida en Lima le hizo olvidar que quería hacerlo antes viajar. No es que fuera una exigencia, pero le disgustaba cómo se veía cada vez que se quitaba el casco, especialmente en la zona de las patillas, donde los rulos castaños formaban un revoltijo delante de las orejas, lo que le recordaba a algún payaso de la niñez. La ciudad recién empezaba a activarse y decidió buscar alguna peluquería para zanjar ese tema de una vez y descansar el resto del día. Antes llamó a Claudia; la sintió tranquila aunque un poco cortante, quizás porque era domingo por la mañana o porque de repente ella, al igual que él, había empezado a hacerse preguntas incómodas. Se despidió con cautela y salió.

Eran como las diez. Alfredo encontró un local abierto en la calle General Deustua; era una construcción angosta, posiblemente centenaria, con el típico techo de mojinete que sólo había visto en el sur del Perú. No tenía clientes; lo recibió amablemente una señora que resultó ser la dueña. Le comentó que acababa de abrir, que normalmente los domingos eran un poco lentos y por eso sus ayudantes tenían permiso de llegar a las once, pero que ella prefería estar desde las diez para revisar que todo esté en orden y eventualmente atender a algún cliente “tempranero”, como él.

Era una mujer de unos cuarenta años, un poco más baja que su nuevo cliente, de piel ligeramente bronceada y cabellos largos teñidos de castaño con rayos dorados. Llevaba un mandil de trabajo que ocultaba su silueta. Alfredo vaciló por un instante, temiendo que un local vacío no fuera una buena elección para su primer corte de pelo en Tacna, pero le costaba articular un pretexto, así que terminó sentándose en una de las sillas frente al espejo que cubría completamente una de las paredes.

Se llamaba Amanda y tenía ese negocio hacía tres años. Cuando supo que Alfredo era de Lima comenzó a contarle que tenía una hija que estudiaba Agronomía, que había sido muy buena alumna en el colegio y que vivía con una tía en la capital. Estaba orgullosa de que la peluquería le permitiera pagar la universidad. Alfredo, por su parte, le contó que acababa de llegar para el proyecto del nuevo hospital, que estaba en una pensión no muy lejos y que al día siguiente empezaba a trabajar.

La conversación continuó. Alfredo le habló de Claudia; Amanda, sobre su marido que trabajaba en Cuajone y que seguramente le tocaba descanso la siguiente semana, “pero a veces tiene que reemplazar a alguien y posterga su bajada”. Ella doblaba en edad a su cliente, pero la charla estaba diluyendo esa diferencia. Era como si se hubieran encontrado en un punto medio, con un Alfredo diez años más maduro y una Amanda rejuvenecida una década. Cuando ella comenzó a bromear acerca de los rulos de Alfredo (“deben volver locas a las chicas”), él soltó una risa franca (“tú eres la primera que lo menciona”). Cuando cayó en cuenta que la estaba tuteando, Alfredo se puso serio y Amanda guardó silencio: jugaban con fuego.

Alfredo observaba inquieto el espejo, buscaba un punto en el infinito donde dirigir sus pensamientos pero rápidamente regresaba al rostro de la peluquera. Hubo un momento en que no pudo dejar de mirarla y parecía que ella lo sabía, en una sincronización que lo llevó a recordar la resonancia, ese fenómeno por el que un viento leve sobre un puente, es capaz de provocar vibraciones tan intensas que lo arrastran a su irremediable destrucción. Trataba de pensar en Claudia y no podía; detrás de él una mujer real parecía sonreírle, le acariciaba la cabeza mientras desplazaba la tijera entre sus mechones y él se preguntaba si sólo eran percepciones erróneas o si de verdad estaba recibiendo señales que su juventud aún no le permitía procesar completamente.

Amanda secó el cabello e hizo los últimos retoques. Cuando terminó, él se levantó de la silla torpemente, aturdido, pero pudo atinar a sacar del bolsillo un billete de veinte soles. Dudaba en dar propina porque quien le había atendido era la dueña; finalmente se abstuvo. Cuando lo iba a entregar, Amanda se acercó con una tijera pequeña y comenzó a retocarle las cejas. No se lo esperaba; era algo que jamás habían hecho con él, y para Alfredo fue inevitable fijar la mirada en los grandes ojos negros de Amanda, mientras sentía su respiración y la atmósfera de un perfume dulzón lo envolvía como el vaho de una fuente en ebullición. Estaba paralizado: el espesor de una hoja de papel era mayor que la distancia entre ambos cuerpos, por lo que un leve movimiento provocaría un contacto de consecuencias que Alfredo no había tenido tiempo de pensar. La decencia le aconsejaba mirar a la nada pero más pudo la serena sensualidad de la mujer, y en los eternos segundos que siguieron, exploró desvergonzadamente sus mejillas bronceadas, la nariz ligeramente aguileña y los labios pintados de fucsia pero que ya en ese momento podían ser de cualquier color y aún serían perfectos. Ella se sabía observada, pero no daba señales de incomodidad; por el contrario, prolongaba el acicalamiento como aguardando que Alfredo tomara una iniciativa distinta a la que se espera de un cliente. Un suspiro, un movimiento hacia adelante, un beso, algo que llevara las cejas a un segundo plano, que los secuestrara de sus vidas previsibles, de la novia en Lima y del esposo en Cuajone.

De pronto, una mujer y un niño entraron al local, y fue como si detuvieran esa brisa que provoca resonancias. Se sintieron descubiertos; Alfredo giró rápidamente la cabeza y sintió un leve tirón en la ceja derecha, pues Amanda se había quedado inmóvil, aún con la tijera. Luego, ella retrocedió un paso, mientras él se reconectaba con la realidad. Recordó el billete, extendió la mano, lo entregó esbozando una leve sonrisa. Ella lo recibió con un “gracias” apenas perceptible: eran los ojos los que gritaban, transmitiendo a la vez una profunda melancolía. El comprendió (creyó comprender) el mensaje silencioso de la mujer, se dirigió hacia la puerta y la cruzó por última vez.

Lima, abril del 2020

El Búfalo

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– ¿Recuerdas a Satya? – Me preguntó Subandi, mientras desayunábamos en el comedor de la mina.
– ¿El Jefe de Seguridad de la planta concentradora? Claro, ayer no me dejó ingresar porque no tenía puestos los lentes de seguridad cuando iba a inspeccionar el molino. “Maaf Pak Elmer, son las reglas. Además, estoy cuidando tu vida”. Tuve que regresar a mi habitación; y en ir y venir perdí casi toda la mañana. ¿Qué pasó con él?
– Ayer, de regreso a su casa, al terminar una curva, un búfalo apareció de pronto, parado en medio de la pista. Aparentemente iba muy rápido y no tuvo tiempo de esquivarlo; su motocicleta se estrelló contra el animal. No llevaba casco. El impacto lo mató.
Subandi me miraba fijamente. Más que conmovido, parecía que me estudiaba, como un antropólogo aficionado, queriendo saber cuál era la reacción de un extranjero, un bule, ante una muerte tan absurda.
– ¿No llevaba casco? – Comenté, y una mueca que imitaba una sonrisa se insinuó en el rostro de mi amigo. – Satya se ganaba el sueldo cuidando que nadie entrara a su santuario sin los implementos de seguridad adecuados. ¿Y me dices que se estampó contra un búfalo por hacer exactamente lo contrario?
– Fuera de la mina seguimos siendo nosotros, Pak. – Respondió Subandi, triunfante, como si hubiera adivinado mi comentario. – Quizás se olvidó el casco como tú los lentes, pero allá afuera él es su propio jefe y la policía aquí en Benete no te molesta como en Yakarta, así que decidió ir a su casa antes del anochecer. Además, sólo Alá conoce el día de tu muerte, ¿no es verdad?
Me quedé pensativo, procesando el fatalismo de Subandi, esa convicción de que, a pesar de todo lo que avancemos, la naturaleza humana siempre encontrará cómo dispararse en el pie.
Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí, – murmuré casi para mis adentros.
– ¿Qué?
– Nada. Sólo me acordé de un amigo.

Lima, Abril del 2020

 

Una lección de historia

Graf SpeeYo soy un convencido de que viajar al pasado no es posible, porque eso significaría alterar la sucesión única de eventos que configuran nuestra existencia, borrándonos del universo. A menos que existan realidades paralelas, claro. Pero algo que sí hacemos con cierta frecuencia es plantearnos la pregunta de cómo sería nuestro mundo (el muy personal o quizás un poco más amplio) si algún evento hubiera ocurrido de una manera distinta: si tu padre no hubiera decidido emigrar, si decidías ir a clases en lugar de ver una película con la que sería la mujer de tu vida, si el jefe de tu abuelo no desobedecía una orden superior.
Como el abuelo de Karl.
En unos de mis viajes de trabajo llegué a Surakarta o Solo, una ciudad en el centro de la isla indonesia de Java, famosa por ser la capital de los textiles pintados a mano conocidos como batik, y por su carpintería fina. Yo tenía que visitar unos ingenios azucareros y me había alojado en el Novotel de la ciudad.
Aquella vez, luego de la cena, fui a echar un vistazo al bar del hotel. Un grupo compuesto por cuatro músicos y un vocalista presentaban con gran entusiasmo canciones en inglés y en indonesio. Al dirigir mi mirada a la audiencia, no encontré más que a un hombre sentado frente a la barra. Era un muchacho de contextura gruesa, rostro colorado, casi calvo, con una abundante barba rojiza. Apuraba un vaso de cerveza mientras miraba permanentemente hacia la puerta, esperando que alguien entrara para dejar de ser el único comensal. Cuando me vio, esbozó una sonrisa mientras alzaba su vaso en señal de saludo. Me acerqué a la barra, saludé a la bartender (una bella javanesa de piel canela), me ubiqué en la barra y pedí una bebida.
Sa llamaba Karl y era comerciante de muebles. Estaba en Solo para visitar a sus proveedores con los que abastecía proyectos de lujo en Alemania. Era visitante habitual de esta ciudad, y ya se había rendido en su búsqueda de algo más interesante que estar en ese bar (salvo el Par Four, un local a dos cuadras, administrado por un americano y su esposa indonesia y que era frecuentado por ingenieros que suministraban equipos a las plantas textiles de la zona). Vivía en Hamburgo, pero viajaba a Indonesia por lo menos cuatro veces al año, siempre reservando un fin de semana para quedarse en Bali antes de volver al hemisferio norte.
Hasta ese momento la fisonomía, el nombre y el domicilio me llevaban a la aparentemente inequívoca conclusión de que estaba conversando con un alemán. Por eso, cuando le comenté que yo era peruano, grande fue mi sorpresa cuando me respondió en un español gutural: “Yo soy argentino”. Luego, hizo una pausa, me miró con la gravedad de quien va a emitir una sentencia y agregó: “Mi abuelo fue sobreviviente del Graf Spee”.
Corría diciembre de 1939. Era el cuarto mes de la Segunda Guerra Mundial; luego de la caída de Varsovia, Europa había entrado en una extraña situación de parálisis y era el Atlántico el escenario más activo. Gran Bretaña necesitaba alimentos, armas, insumos que eran enviados desde sus aliados y colonias, un esfuerzo que estaba siendo eficazmente saboteado por la Kriegsmarine, en particular el Admiral Graf Spee, un acorazado de bolsillo bajo el mando del Capitán de Navío Hans Langsdorff, un oficial de carrera, veterano de la Primera Guerra Mundial, leal a su patria aunque con poca estima por los nazis.
El Graf Spee tenia la misión de interceptar y hundir embarcaciones que llevaran suministros al enemigo, previa confiscación de la carga. Además Langsdorff era muy escrupuloso en preservar la vida de la tripulación de los barcos capturados. La maniobrabilidad de esta nave, sumada a la astucia de su comandante, se convirtieron rápidamente en una pesadilla para la Royal Navy, que veía con creciente preocupación cómo se afectaban las líneas de suministro británicas, evidenciadas en el hundimiento de nueve embarcaciones. Por esa razón se había encomendado a los cruceros Ajax, Achilles y Exeter dar con el paradero del acorazado alemán y destruirlo. El almirante Henry Harwood, a cargo de la flotilla de cruceros británicos, sospechaba que el acorazado alemán habría enrumbado hacia el sur con el aparente propósito de interceptar cargueros con carne y granos, antes de navegar hacia el puerto de Kiel y pasar las Navidades y por ello había quedado expectante en la cercanía de la desembocadura del Río de la Plata.
Al amanecer del 13 de diciembre de 1939, frente a Punta del Este, se confirmó la intuición de Harwood, enfrentándose finalmente el Graf Spee contra los cruceros británicos. Luego de poco más de hora y media de combate el navío alemán había conseguido poner fuera de combate al Exeter y dejar bastante maltrechos al Ajax y al Achilles. Sin embargo, también había sufrido daños importantes, por lo que Langsdorff tomó la decisión de dirigirse al puerto de Montevideo. Había terminado la Batalla del Río de la Plata, el último enfrentamiento  puramente naval de la historia.
“Mi abuelo trabajaba en la cocina del Graf Spee – me cuenta Karl -. Había salido ileso del combate pero, al igual que a sus camaradas, le inquietaba los posibles escenarios que tenían por delante. Uruguay era un país neutral y ello obligaba, por la Convención de La Haya, a zarpar en no más de 72 horas o el barco sería internado y se sospechaba que entonces terminaría en manos británicas. Por otro lado corrían rumores que varias naves inglesas se dirigían al Atlántico Sur para destruir al Graf Spee ni bien zarpara. Desde Berlín la orden era salir a luchar, pero en tales circunstancias eso significaba una muerte segura.”
«Langsdorff toma una decisión dramática. El 17 de diciembre ordena secretamente la destrucción de los equipos más importantes del acorazado. Al día siguiente la mayor parte de la tripulación es trasladada a embarcaciones argentinas con el fin de llegar a Buenos Aires, una ciudad menos hostil hacia los alemanes. Mi abuelo va en ese grupo; intuye que algo grave está por ocurrir mientras se aleja del barco que fue su hogar durante cinco meses. Entonces, ve cómo el Graf Spee maniobra hacia la salida del puerto de Montevideo, y al llegar a aguas más profundas, una serie de inesperadas explosiones se suceden en el interior del buque provocando su hundimiento. Dos días después, Langsdorff se suicidaría en un hotel de Buenos Aires.”
Los ojos enrojecidos de Karl me hacen imaginar la intensidad con la que su abuelo ha debido contar esta historia, una y otra vez. La guerra, sin embargo, no terminó ahí. Al igual que muchos camaradas, pudo retornar a Alemania y terminó re-enlistado. Al culminar la guerra decidió volver a la Argentina, cerca de los restos de su barco y su comandante.
“La tumba de mi abuelo no está lejos de la de Langsdorff, en el cementerio de La Chacarita, en Buenos Aires. Yo visito ambas por los menos una vez al año. Yo, amigo mío, existo gracias a la decisión que un oficial alemán tomó hace casi ochenta años, de desobedecer las órdenes de su comando, salvando así a su tripulación, aunque le costara la vida.”
Karl de pronto se levanta, saca un billete de cien mil rupias, lo pone sobre la mesa, y abandona el bar sin despedirse. Poco después me dirijo a mi habitación y busco en internet referencias de la historia que acabo de escuchar. Primero encuentro fotos del Graf Spee, luego me intereso por el rostro de Langsdorff y finalmente por una imagen de su tumba. Y apago la luz.
Lima, Julio del 2018

Retorno

IMG_20180318_191540“He vuelto”, fue lo que pensé al salir del mar agitado y frío de Puerto Viejo, mientras dirigía mi mirada hacia el horizonte, donde suponía que debía encontrarse Indonesia. Eran los días previos al Año Nuevo del 2018, mi segunda semana de un retorno definitivo, luego de mi residencia de cuatro años en Asia. Simbólicamente las aguas de la playa de mi infancia recuperaban su lugar, cedido temporalmente al mar cálido del Indico en Bali y Lombok. Y volví a repetir esa frase cuando me detuve frente al imponente edificio centenario de la ferretería que fue de mi abuelo en la esquina de Próspero con Ricardo Palma, en Iquitos.

Volver es reconectarte con los amigos, con las alegrías y las frustraciones del día a día. Y también con los sabores, el mar y los edificios de la infancia.  Pero además ha significado retomar este blog, un espacio que tuve en silencio por demasiado tiempo.

Estando en Indonesia escribí algunos textos; sin embargo, cuando los releía no me sentía cómodo: al redactar en caliente, volcaba mi estado de ánimo y el producto era una catarsis personal impublicable (incluso inoportuna). Y si los edulcoraba terminaban como una publicación de guía de viajes. Ahora, con cierta distancia emocional y ya en otro contexto, puedo abordar las mismas situaciones con menos aprensión.

Fueron años de los cuales guardo una profunda gratitud por un país que nos acogió y que nos abrió los ojos a realidades que desde el Perú nos son difíciles de imaginar. Y en el camino sucedieron muchas cosas trataré de compartir por aquí. Ojalá lo consiga.

 

El Comité

—Ya va a ver, hermano, yo la recupero. Es sólo cuestión de estrategia. Las palabras precisas en el momento correcto y le aseguro que la Gacela se ablanda. Lo que pasa es que está confundida; una amiga le ha vendido la idea de que se puede ir a Canadá y que allá consigue trabajo fácil, en poco tiempo arregla sus papeles, estudia arte y hace la plata que no puede hacer en Colombia. Como si el dinero creciera en los árboles.

La voz de Mauricio era enfática, decidida. Guillermo lo observaba a través del espejo retrovisor con una mirada escondida tras sus gafas de montura color vino que destacaban sobre su abundante cabello blanco, lo que le daba la apariencia de científico loco. A su lado, Pablo se dedicaba a revisar los mensajes de su teléfono móvil. El tráfico era lento en esta mañana mientras la camioneta circulaba por la Westheimer Road hacia el centro de Houston. Hacía dos días que habían coincidido en esta ciudad para asistir a un seminario y, como otras veces, se alojaban en el mismo hotel y compartían los gastos del alquiler de un vehículo que se turnaban en conducir, con el placer de no tener el riesgo del cruce inesperado de un micro o una motocicleta, tan habitual en sus países. Un argentino, un salvadoreño, un colombiano y un chileno juntos en un carro, como en esos chistes donde las nacionalidades cambian por conveniencia pero siempre se trata de un avión a punto de estrellarse y falta un paracaídas.

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Un escritor colombiano

Mario MendozaEl avión es un excelente lugar para leer. Se trata, lo dije alguna vez, de un lugar en el que (aún) es posible desconectarse y entrar en un ritmo distinto al que, mientras tanto, se desenvuelve en tierra. Depende ya de uno si se dedica a esperar el sacudón que se siente primero en el estómago o se sumerge en una película o un libro. La verdad es que con tanto viaje a lo largo de los años he tenido vuelos dominados por el temor a la turbulencia (especialmente cuando por estar pronto en casa consigo adelantar el retorno y luego, ya en el aire, me pregunto si le habré hecho el juego a la parca), pero en la mayoría he visto películas memorables y he disfrutado de lecturas que han trascendido la sola experiencia del avión. De esto último trata lo que aquí paso a contar. Sigue leyendo

Katedral

KatedralA nuestras espaldas escuchábamos los llamados al rezo que descendían desde los minaretes de la gigantesca mezquita de Istiqlal y que eran ahogados por las oraciones y cánticos de la muchedumbre que nos rodeaba y que desbordaba la capacidad del lugar. A diferencia de la acera de enfrente, las familias estaban juntas; hombres y mujeres (todas ellas sin velo) compartían la misma ceremonia y nadie había dejado sus zapatos en la puerta. Era el Tercer Domingo de Pascua en la Catedral de Nuestra Señora de la Asunción, en Jakarta. Sigue leyendo

Mayestik

IMG_1330Cada vez que despertaba en Tarma, en la mañana de mi retorno a Lima, salía del hotel y tomaba el camino opuesto, que lleva a Acobamba, para detenerme en el gran campo ferial donde los agricultores de la zona llegan para vender sus productos. A pesar de que había que apresurarse para no quedar atascado en el tráfico de la Carretera Central, difícilmente salía en menos de una hora, pues mi lista mental se iba expandiendo conforme avanzaba de puesto en puesto: papayas, naranjas y plátanos de Chanchamayo, granadillas de Carpapata, papas de formas y colores que jamás vería en Lima y que llegaban de las zonas altas, choclos de granos gigantescos que prometían un festín con el queso que habría de comprar más tarde al pasar por La Oroya. A veces no tenía tiempo de llegar hasta la feria y me contentaba con el mercado central de la ciudad, donde la variedad de productos podía ser menor, pero como compensación se agregaba la oportunidad de conseguir un buen corte de carne de res, adecuadamente empacado para resistir la jornada hasta la costa. Sigue leyendo