Hace unos años, estando en Yakarta, fui invitado a la clase de español en el colegio australiano donde estudiaban mis hijos. El profesor, Mr. Moreno, hijo de madre javanesa y padre gallego, me pidió que compartiera un par de horas con sus alumnos de bachillerato. Su idea era que practicaran diálogos cotidianos conmigo, simulando a que yo era un conductor de taxi o un mozo de un restaurante de comida mexicana.
Yo sabía que el nivel que tenían de castellano era muy básico (de hecho, nunca pude tener una conversación muy extensa ni con Mr. Moreno) y por lo tanto su idea no iba a ir mucho más lejos de “lléveme al aeropuerto” o “la cuenta, por favor”. Yo quería ayudar, pero estaba convencido de que el aprendizaje de este idioma era una batalla perdida, así que decidí darle un giro al tema.
Pensaba que, tratándose de chicos australianos, filipinos, malasios, indonesios, ingleses, coreanos, era una oportunidad para conversarles un poquito sobre literatura latinoamericana, acercándoles a autores de un mundo que no les era familiar. Optimistamente me imaginaba que, si les gustaba lo que les presentaba, podrían eventualmente buscarlo en sus propios idiomas. “Por último, que lean a Vallejo, aunque sea en tagálog, pero que lo lean”, pensaba.
A Mr. Moreno le interesó la idea, así que me puse a buscar algunas narraciones breves de escritores latinoamericanos que, por su extensión, pudieran ser leídas de principio a fin por estos chicos. Terminé con una selección de tres páginas que empezaba con El dinosaurio de Monterroso. La lista incluía a Cortázar, Vallejo, Borges, Benedetti, Paz, además de otros autores menos conocidos, al menos para mi, como Wilfredo Machado, Gabriel Jiménez, Juan Rivera y David Sánchez. No esperaba leer en clase más que dos o tres cuentos, pero, quién sabe, de repente por ahí alguien se animaba a seguir la aventura por su cuenta, incluso utilizando el traductor de Google.
En el aula las carpetas se dispusieron en media luna. Tras una presentación de Mr. Moreno y una breve explicación mía (en inglés) sobre las diversas influencias del español (donde los chicos musulmanes quedaron particularmente sorprendidos por el origen de la palabra “ojalá”) pasamos a la separata. Una de las muchachas leyó en voz alta el primer cuento («Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”) y tras el desconcierto inicial por lo breve y ambiguo del texto, los chicos hicieron gala de una fascinante variedad de enfoques: alguien afirmaba que era la historia de un cavernícola, otro pensaba en una pesadilla que se materializaba al despertar, y no faltó quien opinara que el animal representaba los prejuicios sociales que se resisten a desaparecer.
El resto de las dos horas transcurrió con la misma dinámica: yo sugería un texto, uno o dos de los chicos lo leía en español, confirmábamos en inglés que estuviera completamente comprendido y luego lo analizábamos. La clase sobre cómo pedir una enchilada se había transformado en un conversatorio sobre autores latinoamericanos. Y yo estaba más feliz que perro con dos colas.
Hasta que pasamos a Wilfredo Machado.
En mi afán de ubicar historias breves e incluir autores de varios países, me había topado con este escritor venezolano, al cual leía por primera vez y de quien incluí su texto titulado Colmillos:
«Nadie se imagina que los lobos aman a los corderos con su amor desmedido y extraño que sólo puede ser expresado a dentelladas”. Uno de los chicos (filipino, si la memoria no me falla) lo tomó como un comentario irónico, como una descripción en tono de humor negro de lo que ocurre entre estos animales. Yo lo reforcé diciendo que, de alguna forma, esa era una situación habitual en el mundo salvaje.
Fue entonces que una de las alumnas tomó la palabra. Por el acento me pareció australiana. Ella se levantó, miró a todos, dudó un poco pero luego dijo con firmeza: “Es una una relación donde un hombre agrede a una mujer porque no sabe amar de otra manera”.
Se hizo un silencio incómodo en la clase. La interpretación era tan sólida que sentí que al seleccionar ese cuento involuntariamente había llegado a un tema complicado. ¿Estaba esta niña aludiendo a un problema personal, estaba compartiendo un caso que ella conocía o se trataba más bien de agudeza en el análisis? No me correspondía a mí buscar las respuestas y confiaba en que Mr. Moreno hubiera tomado nota de la situación. Por mi parte, reconocí que era una interpretación válida que demostraba cómo la literatura atravesaba barreras culturales, que uno podía reconocer problemas que no eran exclusivos de un grupo; y que aprender un idioma era en definitiva la expansión de nuestro propio universo.
Poco después la clase terminó. Compartimos burritos que trajeron de un restaurante mexicano (parece que algunos albergaban la esperanza de verme disfrazado de mozo), me despedí de los chicos y de Mr. Moreno y regresé a mi oficina , con sentimientos encontrados de satisfacción y frustración.
No fue exactamente como me lo esperaba, pero en perspectiva creo que esta experiencia no pudo ser mejor, pues el curso de español se alejó de la banalidad de un turista promedio. Lo que ocurrió ahí me hizo pensar que la buena literatura debe ser como el mar: te sumerges, nadas un poco, tomas confianza y de pronto ¡zas! una ola te revuelca, te desconcierta, quedas fascinado, y ya no quieres salir. Ojalá que estos chicos lo vean así y algún día decidan continuar esta exploración de autores latinoamericanos que empezaron una mañana en Indonesia.
Pero además, nos recuerda que la literatura es también un vehículo para visibilizar situaciones incómodas. Porque esta relación de lobos y corderos existe en el mundo animal, pero si se da entre seres humanos se trata de una distorsión que lastima y que debe denunciarse porque el amor no se puede expresar a dentelladas.
Lima, Marzo del 2019