
Bogotá es la capital latinoamericana a la que con más frecuencia he llegado. Recuerdo la primera vez, hace más de quince años, cuando me recogieron del viejo aeropuerto El Dorado en un auto blindado y el conductor me contaba cómo ese mismo vehículo había sido emboscado y le habían lanzado una bomba «justo del lado del pasajero, donde ahora está usted». Desde entonces mucho ha cambiado. La violencia urbana que había impuesto el binomio narcotráfico – guerrilla fue replegándose conforme el Estado recuperaba la iniciativa. Además, alrededor de la vuelta de siglo dos alcaldes, Antanas Mockus y Enrique Peñaloza, transformaron el concepto de la ciudad y supieron hacer gestiones eficientes que generaron sentimientos de autoestima, corresponsabilidad y respeto entre sus habitantes, los «cachacos». Pero todo en la vida es pendular, y Bogotá está creciendo más rápidamente que la capacidad de sus gobernantes, amenazando con instalar entre sus ciudadanos una actitud de desconfianza y frustración que los limeños, lamentablemente, conocemos de sobra.
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