Los comentarios de un personaje público pueden tener efectos inesperados, muchas veces desagradables, sobre ciudadanos comunes que de pronto tenemos la necesidad de interactuar con gente que nos siente, de alguna manera, una extensión de dicho personaje, y por ello pasibles de ser receptores de los sentimientos provocados por lo que dijo. Si se trata de una situación de por sí confrontacional, la falta de buen juicio puede sembrar reacciones hostiles que corren el riesgo de derivar en hechos violentos. Y en el extranjero, esto se siente con más fuerza, ya que por más empatía que encuentre alrededor, uno nunca dejará de ser minoría.
Esto viene a cuento por algo que me ocurrió hace unos pocos años. Era fines del 2009 y estaba apoyando un proyecto para la introducción de un nuevo lubricante en una mina del norte de Chile, cerca de Copiapó. Se trataba de un producto de mejor desempeño que se esperaba protegiera mejor los componentes de unos equipos críticos, minimizando los desgastes por el uso, reduciendo así los costos de mantenimiento. El cliente había aceptado y, tras una migración ordenada, todo parecía caminar bien. Pero de pronto recibí una llamada de Antofagasta; era Mauricio, quien estaba a cargo de esta transición y que me cuenta que el cliente quería retornar al aceite anterior porque había detectado una aceleración en los desgastes. Nosotros confiábamos en el producto, por lo que nos sonaba extraño que hubiera una situación de esa naturaleza; sin embargo, aplicamos el protocolo habitual para estos casos, que implicaba levantar toda la información relevante para su análisis y luego solicitar una reunión con el cliente para discutir sobre los hallazgos y definir cómo solucionar el problema, si es que realmente había alguno.
En aquella época mi función en América Latina hacía que con mucha frecuencia yo fuera el foráneo que iba a respaldar a mis colegas locales sobre temas técnicos que era necesario discutir con clientes que también eran locales. Cuando recién había asumido ese puesto tenía la preocupación que por ser extranjero en general y peruano en particular hubiera algún recelo hacia mi presencia, que pudiera derivar en una descalificación de mis opiniones, ya sea por provenir de un país supuestamente menos desarrollado que algunos (caso México, Chile o Brasil) o porque simplemente las características de la operación no correspondían exactamente a lo que había en el Perú. Sin embargo, con el tiempo esta aprensión se fue disipando pues la realidad me mostraba que existía una receptividad que dejaba de lado la nacionalidad para enfocarse en los hechos.
Cuando recibí la información del caso de Copiapó vi que en efecto se habían presentado incrementos inusuales en los desgastes, pero solamente en tres equipos de un total de veinticinco. Si el aceite fuera malo, entonces, ¿por qué no ocurría una epidemia? Los otros equipos estaban trabajando sin ningún problema, por lo que mi conclusión era que algo pasaba en esas tres unidades, y la respuesta estaba en la mina.
Por esos meses se presentó una situación delicada entre nuestros países. Había salido a la luz que un suboficial de la Fuerza Aérea peruana supuestamente había vendido información clasificada al gobierno del sur. Este caso de espionaje había comenzado a generar comentarios altisonantes tanto a nivel oficial como de la gente común. Yo leía los comentarios de los lectores en las páginas de El Comercio y El Mercurio y apreciaba cómo se desbordaban las descalificaciones y los insultos.
Entre estados esto de estar fisgoneando en las cosas del otro no debería sorprender mucho, pero lo cierto es que es algo que uno prefiere no admitir. El gobierno chileno, obviamente, negó todo, aunque no me lo imaginaba diciendo algo así como «en efecto, hemos espiado, y esta vez nos descubrieron». Así que no aceptarlo era el único camino que tenían, fuera cierto o no. Y en el caso del Perú, dudo mucho que la indignación fuera totalmente auténtica, como si defendiéramos el ser ovejas en medio de lobos. Pero es difícil decir «la verdad es que nosotros también espiamos». No queda más que rasgarse las vestiduras.
En medio ese juego de mentiras verdaderas que es en gran medida sobre la que se construye la historia del mundo, los ciudadanos de a pie pagamos las consecuencias. Así, en la víspera de mi viaje a Copiapó, Alan García, en ese entonces presidente del Perú, dio unas declaraciones que me hicieron dudar sobre si era prudente subirme al avión. El estaba participando de una reunión en Singapur, a la que por cierto también asistía la presidenta de Chile, Michelle Bachelet. Al enterarse del caso regresó a Lima desde donde denunció el hecho, que para él evidenciaba el complejo de quienes ven con temor el crecimiento del país, y que eran comportamientos propios de una republiqueta y no de un país democrático.
Así que mi presidente había tildado a Chile de «republiqueta acomplejada» y yo tenía que ir a trabajar con gente a la que seguramente esa descripción había caído muy mal. Afortunadamente no tuve ningún problema al llegar a Santiago ni cuando hice el transbordo hacia Copiapó. Ya en esa ciudad me esperaba José Luis, quien estaba a cargo de las cuentas en la región. Con él había interactuado poco, pero ya nos habíamos visto antes, así que no fue difícil enfocarnos rápidamente en el motivo del viaje. Ninguno hizo mención al tema del espía, como si hubiera un acuerdo tácito entre colegas que saben que tienen que afrontar juntos un problema y que no necesitan de elementos que provoquen ruidos innecesarios.
Al llegar a la mina ya casi me había olvidado del espionaje. En el área de mantenimiento nos hicieron pasar a una sala de reuniones a la que poco después llegó el Superintendente de Mantenimiento con dos de sus supervisores, así como un par de ingenieros que venían del representante de los equipos y que tenían presencia permanente en la operación. Luego de los saludos y que se nos reiterara la preocupación sobre lo que ocurría, José Luis y yo procedimos a explicar lo que habíamos revisado, reiterando que pensábamos que podía haber alguna condición particular de los equipos que habían presentado fallas, porque de lo contrario deberíamos estar ante un problema generalizado. La discusión se fue orientando hacia los elementos comunes que podrían tener esos equipos, hasta que finalmente, luego de algunos circunloquios, los representantes de marca reconocieron que esos componentes estaban al final de su vida útil y que por lo tanto el incremento en los niveles de desgaste era totalmente esperable.
Con José Luis nos miramos aliviados. El aceite ya no estaba en entredicho. Era evidente que habían ocurrido algunas omisiones voluntarias de los representantes de marca que habían causado esta mala percepción hacia nuestro lubricante, pero habíamos llegado a tiempo para salvar su reputación. Incluso comenzamos a discutir cómo extender su uso en otros equipos. Es en medio de esta conversación que yo intervengo buscando hacer evidente que esta situación tampoco era responsabilidad de los ingenieros de la mina:
– Lo bueno es que, en general, las minas en Chile tienen buenas prácticas de mantenimiento y un buen seguimiento a los equipos, con lo que podemos saber con mucho detalle información que nos permite tener una imagen cabal de la situación.
De pronto, desde el otro lado de la mesa, uno de los supervisores de la mina soltó el siguiente comentario:
– ¡Ah! Entonces no somos una republiqueta.
Cayó un silencio sepulcral en la sala. Todos habían quedado desconcertados con esa frase inesperada y no sabían si reír, censurar o disculparse. José Luis estaba rojo de vergüenza, porque para él esa era una agresión directa hacia mi persona, pero que no podía responder porque había una relación comercial de por medio.
Luego de una aparente eternidad, y pensando a mil por hora atiné a decir:
– Tiene usted razón. Esa fue una frase infeliz que el presidente García nunca debió decir.
En ese momento, José Luis intervino, agradeció por la reunión y reiteró que estábamos a disposición del cliente para cualquier consulta. Nos despedimos de todos sin excepción y salimos de la sala rumbo a la camioneta para finalmente dejar la mina. En el camino él trataba de disculparse por el mal rato. Para mi no había pasado de ser una broma sin clase, pero aparentemente estábamos calibrando la situación de manera distinta. En todo caso, luego nos reímos y no volvimos a hablar más del asunto.
Poco después, Alan García intentó decir que no había llamado republiqueta a Chile, pero yo ya estaba de vuelta en Lima. No pasó mucho tiempo y ya los gobiernos habían dejado atrás esas frases teatrales y la vida, para ellos, seguía como si nada. Mientras tanto, los ciudadanos comunes esperamos la próxima puesta en escena de algún personaje que quiera ganarse el aplauso fácil exacerbando pasiones y fanatismos, provocando un daño colateral del que posiblemente jamás se enteren.