Bogotá es la capital latinoamericana a la que con más frecuencia he llegado. Recuerdo la primera vez, hace más de quince años, cuando me recogieron del viejo aeropuerto El Dorado en un auto blindado y el conductor me contaba cómo ese mismo vehículo había sido emboscado y le habían lanzado una bomba «justo del lado del pasajero, donde ahora está usted». Desde entonces mucho ha cambiado. La violencia urbana que había impuesto el binomio narcotráfico – guerrilla fue replegándose conforme el Estado recuperaba la iniciativa. Además, alrededor de la vuelta de siglo dos alcaldes, Antanas Mockus y Enrique Peñaloza, transformaron el concepto de la ciudad y supieron hacer gestiones eficientes que generaron sentimientos de autoestima, corresponsabilidad y respeto entre sus habitantes, los «cachacos». Pero todo en la vida es pendular, y Bogotá está creciendo más rápidamente que la capacidad de sus gobernantes, amenazando con instalar entre sus ciudadanos una actitud de desconfianza y frustración que los limeños, lamentablemente, conocemos de sobra.
Mis viajes casi siempre eran por trabajo, lo que en teoría encasillaba la rutina entre el hotel y la oficina. Pero los colombianos en general y los bogotanos en particular son grandes anfitriones, y gracias a ellos pude conocer flancos que en otras circunstancias habrían pasado desapercibidos. Los tres unipersonales que vi en el Teatro Nacional, dos conciertos de rock y la Feria del Libro que visitaba infaltable cada vez que coincidía con un viaje son parte de una experiencia de la que estoy muy agradecido. Pero hay mucho más.
En el trabajo había una recomendación que se compartía con cada viajero que iba por primera vez a Bogotá: «No dejes de pasar por Arturo Calle». Esta es una tienda que vende ropa masculina de buena calidad a unos precios que difícilmente se encuentran en Lima. Así que uno buscaba cómo incluir en el camino de regreso al hotel un desvío por uno de los centros comerciales para aprovisionarse de camisas, ternos o zapatos. Una vez esto me llevó a ser testigo de un momento central en la historia reciente de ese país.
Ocurrió que en una de estas visitas a Colombia estaba en la oficina de Shell en el piso 20 de un edificio en la Calle 100. Era el primer miércoles de julio del 2008; yo había llegado el lunes por la tarde y la agenda de trabajo me tenía totalmente absorbido, sin espacio para romper el programa. Además estaba alojado en el Bogotá Royal, a pocos pasos de la oficina, y para ir al centro comercial más cercano se tenía que tomar necesariamente un auto. Al día siguiente teníamos un evento que no modificaba el panorama y el retorno a Lima era el viernes por la mañana.
Yo quería ir a Arturo Calle. El saco que tenía en uso ya estaba bastante gastado y urgía de un reemplazo, así que estaba pendiente de la primera oportunidad para pasar por el Unicentro, que era donde se encontraba el local más cercano. Finalmente, luego de una mañana de reuniones llegaron las 11 y una pausa súbita invadió la oficina: retomaríamos todo luego del almuerzo, a la 1:30.
Con el pretexto de comer algo salí del edificio y tomé el primer taxi que vi. La ciudad estaba tranquila; a esa hora el tráfico era soportable. Llegamos al Unicentro, pagué al taxista y entré rápidamente al centro comercial. Mucha gente aprovechaba la pausa del almuerzo para dar una mirada por las tiendas, en especial secretarias que caminaban en grupo, comentando los zapatos de Santorini o los jeans de FdS. En la mitad de un pasillo una empresa de cable mostraba en una decena de televisores la programación de algunos canales. Finalmente, llegué a Arturo Calle, me dirigí a la zona de sacos y escogí uno casi idéntico al que tenía puesto, y al igual que éste era necesario hacer algunos ajustes en la longitud de las mangas.
– No se preocupe señor. Ahora mismo le arreglamos las mangas y puede recogerlo a partir de las cinco de la tarde – me dijo el vendedor mientras pagaba por el saco y anotaba mis datos para regresar luego por él. Era poco más del mediodía; había sido una incursión relámpago y salía satisfecho de Arturo Calle, como era de esperarse.
Sin embargo, al salir de la tienda, algo había cambiado en los pasillos del Unicentro: de pronto, la gente se había aglomerado frente a los televisores que observaban absortos, sorprendidos, incrédulos, dejando los escaparates sin nadie que les preste atención. Por un momento pensé que podría tratarse de un partido de fútbol, de alguna definición por penales. Pero al acercarme un poco más vi en la pantalla a Juan Manuel Santos, entonces Ministro de Defensa: estaba anunciando la liberación de Ingrid Betancourt.
En efecto, ahí estaba el futuro presidente de Colombia, flanqueado por algunos oficiales, explicando algunos detalles de lo que luego se conocería como Operación Jaque. Además de Betancourt, habían sido liberados tres norteamericanos y once militares. Era un duro golpe a las FARC, que ese día perdieron totalmente el aura de invencibilidad que los había acompañado durante años.
Esa tarde, en el Unicentro, veía cómo poco a poco los bogotanos iban asimilando la noticia. Ellos de alguna forma también son rehenes junto a cada secuestrado por lo que aquel dos de julio fueron un poco más libres. Unos aplausos espontáneos comenzaron a inundar los pasillos. Esto estaba lejos de ser una celebración, pero había una innegable mezcla de orgullo y alivio, muy similar seguramente a la que sentimos los peruanos cuando supimos del rescate de los rehenes de la Embajada del Japón.
Me dirigí al exterior, a un puesto de taxis. En la fila me encontré con dos señoras totalmente ajenas a la situación, que se echaron a llorar cuando les comenté la noticia. Luego, al subir al taxi, el conductor también se enteró por mi; inmediatamente encendió la radio y nos pusimos a escuchar RCN. Así, la noticia se iba difundiendo y a lo largo de la Carrera 15 comenzaban a asomarse banderas tricolores que flameaban orgullosas en un día de triunfo para Colombia.
Al llegar a la oficina, en Calle 100, la noticia estaba en boca de todos y los televisores de las salas de reuniones repetían el anuncio de Santos. Si bien mis amigos estaban contentos con el desenlace de la situación, no faltaba quien recordara que todo había empezado por la irresponsabilidad de la misma Ingrid, quien se había internado seis años atrás en una zona peligrosa a pesar de las recomendaciones del Gobierno. Sin embargo, ya sea por la mera felicidad o por el análisis de la situación, aquella tarde fue difícil retomar el trabajo, por lo que no tuve mayor problema en regresar luego al Unicentro para recoger de donde Arturo Calle mi saco con las mangas corregidas y su historia inolvidable.