
Era la segunda mitad de los 90; Máncora aún no era el desorden y mal gusto de nuestros días. Habían pocos hoteles y algunos tablistas se ganaban la vida vendiendo ropa o abriendo una pizzería. Era un punto en el camino, más económico que el emblemático Costa del Sol, el viejo hotel de turistas de Tumbes que fue construido con los planos de un hotel de sierra y en cuya piscina uno podía bañarse a las 10 de la noche contemplando cómo los murciélagos tocaban la superficie del agua con las puntas de sus alas. Por eso me gustaban estos viajes: sea Máncora o Tumbes, no había forma de arrepentirse de la elección.
Fernando era el gerente de la zona norte del país. Tenía ese espíritu de viajante que identificamos los que pertenecemos a esta misma logia. Cubría todo su territorio con una eficacia envidiable que se apoyaba mucho en los lugares que fue marcando en su mapa mental: un kiosco en Cabo Blanco donde una señora preparaba un cebiche cuya fama se extendía hasta Guayaquil, un restaurante en Talara en el que uno agradecía la buena comida y (especialmente) el aire acondicionado, un puesto de caldo de gallina en Tumbes para cuando terminaban las charlas técnicas al filo de la medianoche. Era una forma de premiarse, sin culpa, por el trabajo realizado.
Por la mañana salimos temprano de Máncora tratando de ganarle al sol. El paisaje se había vuelto más frondoso, alejándose de los desiertos piuranos y la cordillera costera llena de pozos petroleros. Ibamos al costado de mar, cuando de pronto llegamos a una caleta. En ella se destacaba una instalación nueva que había construido el Gobierno para aumentar la productividad de los pescadores artesanales. Como tenía cámara de frío habían compresores que eventualmente podían requerir de lubricación, y como íbamos con tiempo decidimos parar.
Mientras Fernando hablaba con el administrador del lugar yo me dirigí hacia el muelle. Habían algunas lanchas amarradas sobre las que revoloteaban gaviotas y cormoranes. Por la hora no había gente en el lugar, salvo un hombre que estaba ordenando sus redes. Por cómo vestía se notaba que no hacía mucho que estaba en tierra. Me acerqué con la idea de preguntarle sobre el motor de su lancha, cuando vi el producto de su pesca: un par de tiburones.
Eran unos animales de un metro y medio aproximadamente, grises, con una piel áspera al tacto. Se trataba de unos especímenes perfectos, salvo por un detalle: no tenían cabeza.
Con la vista busqué lo que faltaba de los tiburones, pero no encontré nada. Me imaginaba que alguien estaría preparando un memorable caldo con esas dos cabezas, pero por las dudas hice la pregunta.
– Las arrojé al mar – me respondió con un tono indiferente, como si fuera una respuesta obvia. A mi, por el contrario, me sorprendió que alguien pudiera desperdiciar así parte de su trabajo, que dudaba que hubiera sido tan fácil como capturar corvinas.
El hombre, al detectar mi incredulidad, sonrió ligeramente y me dijo: – Es por respeto a los tiburones, para que no vean la vergüenza de haber sido atrapados.
Vi nuevamente a los animales sin cabeza y me imaginaba al pescador mirándolos a los ojos, luego de capturarlos, realizando un rito como si fuera el final de un combate entre iguales donde había un código de honor de por medio, decapitándolos, liberando sus almas, protegiendo sus honras. Pensé en que muy lejos, sentado frente a una mesa, alguien disfrutaría más tarde de una comida banal sin saber que un pescador había repetido un ritual con el que el hombre se esforzaba por no olvidar que el mar es un medio que (ojalá) jamás dominará completamente.
El sol ya comenzaba a encenderse sin una nube a su alrededor. Me despedí del pescador sin preguntarle por el motor de su lancha, dejándolo con los prisioneros de su última batalla. Era tiempo de seguir camino hacia Tumbes.