Regresábamos de una mina en la provincia argentina de San Juan. Había sido una visita interesante en la que pudimos apreciar cómo el esfuerzo de las compañías mineras por salir adelante se daba de cabezasos contra la ineptitud de un gobierno: máquinas paralizadas por falta de repuestos que no podían importarse hasta que un burócrata autorizara la disponibilidad de dólares. Mientras tanto, el mineral dormía bajo tierra. La Argentina que juega en el Monumental de River no es la misma que trabaja en el Estado.
En la camioneta éramos cuatro. Miguel, el único sanjuanino, iba al volante, absorto en la carretera. A su lado Guillermo, un porteño poco locuaz, dormitaba (para llegar a tiempo a nuestra reunión debimos madrugar).
En el asiento de atrás, a mi derecha, Marcelo miraba el paisaje en silencio, como buscando algo. El era el mayor de todos, con una barba blanca pulcramente recortada que escondía un rostro surcado por una historia de viajante que se medía en décadas. La noche anterior había recomendado un restaurante que descubrió en una de sus visitas a San Juan. Todos quedamos sorprendidos por la calidad de la comida, la calidez los dueños y el estilo del lugar.
Marcelo vive en Mendoza, y en sus casi 30 años de trabajo como vendedor ha recorrido todo el país. Uno puede pasar horas escuchándolo hablar sobre los lugares y personas que ha conocido. El forma parte de una casta que es cada vez más pequeña: la de los viajantes. Sabe dónde está el mejor asado de Catamarca y la mejor pizzería de El Calafate. Cuando lo cuenta lo hace con un entusiasmo contagiante que lleva a olvidar que está hablando de viajes de trabajo, la mayoría de veces realizados sin colegas, con la familia lejos en casa. Se trata de una rutina con altos riesgos de hastío o perdición, pero en la que algunos pocos descubren la fórmula mágica de la simplicidad, que les permite disfrutar de las cosas sencillas, como pequeñas piedras de colores que junta a lo largo de la vida, sabiendo que se trata de una colección irrepetible.
Estábamos cerca al poblado de Calingasta cuando de pronto Marcelo rompió el silencio que nos había invadido producto del cansancio: «En un par de kilómetros hay un camino de tierra hacia la derecha. Vamos por ahí, que quiero mostrarles algo». Tras un gruñido, Miguel bajó la velocidad para no pasarse del desvío, giramos finalmente y entramos a una trocha rodeada de manzanos llenos de frutos a punto de cosecha.
«Les voy a enseñar dónde hacen el mejor dulce de manzana del mundo», dijo Marcelo, con un rostro radiante como si se tratara de algo suyo, sólo suyo, pero que quería compartir orgullosamente con nosotros.
Luego de avanzar un poco más entre plantaciones de manzanos y membrillos, llegamos a una pequeña construcción de ladrillo. Cajones llenos de frutos nos recibieron en la puerta. El ruido había alertado a dos perros que nos miraban con recelo.
«Don Marcelo, buenas tardes», escuchamos a nuestras espaldas. Era un hombre cincuentón, que vestía un mandil blanco y llevaba botas negras impermeables. El cabello desordenado se escondía bajo una gorra. Tenía un fuerte acento muy similar al de Miguel.
– Hola Joaquín, ¿cómo andás? – Se saludaron afectuosamente – Estaba por aquí con unos amigos y quise pasar para que conocieran la mermelada de manzana y el dulce de membrillo que vos hacés. – Luego me señaló a mi y dijo: – Elmer es de Perú; por eso hemos venido para que se lleve a su tierra lo mejor de Calingasta.
Después de mostrarnos su pequeña línea de producción, vino la degustación. Realmente eran dulces muy sabrosos, casi artesanales. Todos compramos al menos seis frascos,variados, para llevar a nuestras casas. Marcelo estaba feliz, como si cada venta le reportara alguna comisión. Pero no: era la satisfacción de habernos llevado a un lugar que él había descubierto a lo largo de sus andanzas de viajante y que recibía nuestra aprobación.
El viajante es un hombre que por su trabajo debe recorrer pueblos y ciudades visitando clientes, ofreciendo sus productos o servicios. En ese trajinar la necesidad lo lleva a encontrar lugares donde detenerse para comer o descansar. Puede ocurrir, como en el caso de Calingasta, que se trate de algún producto que sea típico del lugar o que se ha dado a conocer entre un grupo pequeño, por lo general también de viajantes.
Fue así, gracias a otros viajantes, que probé la mejor bandeja paisa, camino a Medellín, o las tejas de la señora Evangelina a un par de cuadras de la Plaza de Armas de Ica. Sea en Calingasta o en Puebla, ir a uno de estos lugares termina siendo una especie de peregrinación, de un tributo a los viajantes que nos precedieron, dejándonos su experiencia en el esfuerzo permanente de atenuar, con cosas muy sencillas, la realidad incuestionable de estar lejos de casa.