
Estos viajes de trabajo lo llevaban a uno por todo el país, y cuando se trataba de la misma actividad era una ocasión interesante para apreciar cómo el público reaccionaba en cada lugar, no siempre igual. Era una experiencia donde se aprendía a la fuerza que la diversidad era un concepto real que no podía estar de lado en ninguna propuesta comercial. A veces era difícil, especialmente por algún inesperado problema de salud o por la altura (intoxicación en Talara o soroche en Cerro de Pasco), pero en general disfrutaba de estas oportunidades de apreciar cómo un grupo puede tener rasgos marcadamente tan diferenciados.
La charla se extendió por las preguntas de los asistentes, y el ambiente era muy animado. Luego se invitó a una cena donde la conversación no bajó de intensidad. Nadie quería irse, era evidente que lo estaban pasando muy bien. Más adelante entendimos que eso no era garantía de un crecimiento en las ventas, que esta cordialidad no necesariamente tenía relación con el negocio, sino con una afabilidad natural de la gente del lugar.
Poco después estábamos haciendo lo mismo en Puno. Luego de un día de reposo para recuperarme de la altura, estaba forrado hasta los huesos en una noche helada cercana a los cero grados, rodeado del silencio absoluto de los mecánicos. Infructuosamente trataba de establecer un diálogo con ellos: tenían una mirada hermética, impenetrable, que me impedía descifrar si lo que yo decía les parecía interesante o no. Incluso llegué a pensar que estaban allí por obligación.
Cuando pasamos a la cena sólo se oía el ruido de los cubiertos al entrar en contacto con la vajilla. Parecía un cuartel; absortos con la comida, nadie hablaba. Yo intentaba plantear un tema para romper este aparente hielo: el efecto de la temperatura sobre los aceites, cómo funcionaban los motores por encima de 4 mil metros, qué marcas de lubricantes se vendían mejor en la zona. Pero siempre eran respuestas breves que regresaban rápidamente al silencio.
Y entonces se me ocurrió preguntar sobre la fiesta de la Virgen de la Candelaria. Recuerdo que era principios de febrero y pronto llegarían los carnavales, que se viven con particular intensidad en esa zona del país, no sólo por la celebración en sí sino por los preparativos, que incluyen las vestimentas que se emplean en las comparsas. Cuando toqué ese tema todo cambió; de pronto ya no eran los mecánicos introvertidos sino los expertos en una festividad que para ellos es el momento más importante del año. Allí me enteré de que los trajes podían costar más de 500 dólares por los bordados, cómo el mayordomo tiene que correr con los gastos y muchas veces trabaja durante meses sólo para poder costear la fiesta, y el honor que significaba preparar una nueva manta para la Virgen. En Puno el carnaval era el momento que justificaba los esfuerzos de todo el año, y que por ello permitía romper esta introspección aymara, impensable en Pucallpa.
Luego, ya en confianza, conversamos largamente sobre aceites y motores; surgieron las preguntas que no se hicieron durante la charla, y la velada se nos pasó volando.