
Como en las matemáticas, el riesgo de factorizar mal es errar en el resultado, tomando como elementos comunes algunos que no lo son. Así aparecen los estereotipos, para bien o para mal. He escuchado, por ejemplo, la frase «los peruanos son muy amables», incluso comparándonos con vecinos no muy lejanos. Pero sin duda todos conocemos compatriotas que no podrían encajar de ningún modo en esa aseveración. Por ello, al igual que en las matemáticas, uno aprende a factorizar practicando, es decir, conociendo, interactuando. En buena cuenta, viajando.
Viajar te plantea el reto de acotar tus percepciones, de comenzar a identificar diferencias dentro de un conjunto que creías homogéneo. Ya no son los «serranos» (término que parece despectivo, pero que en la práctica no lo debería ser) porque encuentras que hay características que ves en Cajamarca pero que no aparecen en el Cusco, o ves que los «costeños» de Ilo son muy diferentes a los de Trujillo. Del mismo modo, comienzas a descubrir rasgos propios en Quito que no ves en Guayaquil, o que Medellín y Bogotá son ciudades que pueden parecerse en mucho, pero que en realidad son abiertamente distintas. Te preguntas el por qué de las diferencias y de las similitudes, y empiezas un proceso de descubrimiento fascinante en el que tienes que llegar hasta la gente para retar tus hipótesis. Es durante ese proceso que vas conociendo personas específicas, con nombre y apellido, lo que te ayuda a aceptar a los demás como son, alejándote del estereotipo. Nunca eres neutral, y de hecho habrá un lugar donde te sientas más cómodo entre la gente, pero habrás hecho el esfuerzo de factorizar mejor, de evitar introducir prejuicios de otras ecuaciones, de reducir las generalizaciones precipitadas a su mínima expresión.
Mientras puedas, viaja. Y cuando lo hagas, sal y camina, piérdete entre la gente, escúchalos, obsérvalos. Haz el esfuerzo por entender los motivos detrás de sus acciones. Todo eso ayudará a que seas más cuidadoso la próxima vez que quieras calificar (o descalificar) a un grupo.