Una lección de historia

Graf SpeeYo soy un convencido de que viajar al pasado no es posible, porque eso significaría alterar la sucesión única de eventos que configuran nuestra existencia, borrándonos del universo. A menos que existan realidades paralelas, claro. Pero algo que sí hacemos con cierta frecuencia es plantearnos la pregunta de cómo sería nuestro mundo (el muy personal o quizás un poco más amplio) si algún evento hubiera ocurrido de una manera distinta: si tu padre no hubiera decidido emigrar, si decidías ir a clases en lugar de ver una película con la que sería la mujer de tu vida, si el jefe de tu abuelo no desobedecía una orden superior.
Como el abuelo de Karl.
En unos de mis viajes de trabajo llegué a Surakarta o Solo, una ciudad en el centro de la isla indonesia de Java, famosa por ser la capital de los textiles pintados a mano conocidos como batik, y por su carpintería fina. Yo tenía que visitar unos ingenios azucareros y me había alojado en el Novotel de la ciudad.
Aquella vez, luego de la cena, fui a echar un vistazo al bar del hotel. Un grupo compuesto por cuatro músicos y un vocalista presentaban con gran entusiasmo canciones en inglés y en indonesio. Al dirigir mi mirada a la audiencia, no encontré más que a un hombre sentado frente a la barra. Era un muchacho de contextura gruesa, rostro colorado, casi calvo, con una abundante barba rojiza. Apuraba un vaso de cerveza mientras miraba permanentemente hacia la puerta, esperando que alguien entrara para dejar de ser el único comensal. Cuando me vio, esbozó una sonrisa mientras alzaba su vaso en señal de saludo. Me acerqué a la barra, saludé a la bartender (una bella javanesa de piel canela), me ubiqué en la barra y pedí una bebida.
Sa llamaba Karl y era comerciante de muebles. Estaba en Solo para visitar a sus proveedores con los que abastecía proyectos de lujo en Alemania. Era visitante habitual de esta ciudad, y ya se había rendido en su búsqueda de algo más interesante que estar en ese bar (salvo el Par Four, un local a dos cuadras, administrado por un americano y su esposa indonesia y que era frecuentado por ingenieros que suministraban equipos a las plantas textiles de la zona). Vivía en Hamburgo, pero viajaba a Indonesia por lo menos cuatro veces al año, siempre reservando un fin de semana para quedarse en Bali antes de volver al hemisferio norte.
Hasta ese momento la fisonomía, el nombre y el domicilio me llevaban a la aparentemente inequívoca conclusión de que estaba conversando con un alemán. Por eso, cuando le comenté que yo era peruano, grande fue mi sorpresa cuando me respondió en un español gutural: “Yo soy argentino”. Luego, hizo una pausa, me miró con la gravedad de quien va a emitir una sentencia y agregó: “Mi abuelo fue sobreviviente del Graf Spee”.
Corría diciembre de 1939. Era el cuarto mes de la Segunda Guerra Mundial; luego de la caída de Varsovia, Europa había entrado en una extraña situación de parálisis y era el Atlántico el escenario más activo. Gran Bretaña necesitaba alimentos, armas, insumos que eran enviados desde sus aliados y colonias, un esfuerzo que estaba siendo eficazmente saboteado por la Kriegsmarine, en particular el Admiral Graf Spee, un acorazado de bolsillo bajo el mando del Capitán de Navío Hans Langsdorff, un oficial de carrera, veterano de la Primera Guerra Mundial, leal a su patria aunque con poca estima por los nazis.
El Graf Spee tenia la misión de interceptar y hundir embarcaciones que llevaran suministros al enemigo, previa confiscación de la carga. Además Langsdorff era muy escrupuloso en preservar la vida de la tripulación de los barcos capturados. La maniobrabilidad de esta nave, sumada a la astucia de su comandante, se convirtieron rápidamente en una pesadilla para la Royal Navy, que veía con creciente preocupación cómo se afectaban las líneas de suministro británicas, evidenciadas en el hundimiento de nueve embarcaciones. Por esa razón se había encomendado a los cruceros Ajax, Achilles y Exeter dar con el paradero del acorazado alemán y destruirlo. El almirante Henry Harwood, a cargo de la flotilla de cruceros británicos, sospechaba que el acorazado alemán habría enrumbado hacia el sur con el aparente propósito de interceptar cargueros con carne y granos, antes de navegar hacia el puerto de Kiel y pasar las Navidades y por ello había quedado expectante en la cercanía de la desembocadura del Río de la Plata.
Al amanecer del 13 de diciembre de 1939, frente a Punta del Este, se confirmó la intuición de Harwood, enfrentándose finalmente el Graf Spee contra los cruceros británicos. Luego de poco más de hora y media de combate el navío alemán había conseguido poner fuera de combate al Exeter y dejar bastante maltrechos al Ajax y al Achilles. Sin embargo, también había sufrido daños importantes, por lo que Langsdorff tomó la decisión de dirigirse al puerto de Montevideo. Había terminado la Batalla del Río de la Plata, el último enfrentamiento  puramente naval de la historia.
“Mi abuelo trabajaba en la cocina del Graf Spee – me cuenta Karl -. Había salido ileso del combate pero, al igual que a sus camaradas, le inquietaba los posibles escenarios que tenían por delante. Uruguay era un país neutral y ello obligaba, por la Convención de La Haya, a zarpar en no más de 72 horas o el barco sería internado y se sospechaba que entonces terminaría en manos británicas. Por otro lado corrían rumores que varias naves inglesas se dirigían al Atlántico Sur para destruir al Graf Spee ni bien zarpara. Desde Berlín la orden era salir a luchar, pero en tales circunstancias eso significaba una muerte segura.”
«Langsdorff toma una decisión dramática. El 17 de diciembre ordena secretamente la destrucción de los equipos más importantes del acorazado. Al día siguiente la mayor parte de la tripulación es trasladada a embarcaciones argentinas con el fin de llegar a Buenos Aires, una ciudad menos hostil hacia los alemanes. Mi abuelo va en ese grupo; intuye que algo grave está por ocurrir mientras se aleja del barco que fue su hogar durante cinco meses. Entonces, ve cómo el Graf Spee maniobra hacia la salida del puerto de Montevideo, y al llegar a aguas más profundas, una serie de inesperadas explosiones se suceden en el interior del buque provocando su hundimiento. Dos días después, Langsdorff se suicidaría en un hotel de Buenos Aires.”
Los ojos enrojecidos de Karl me hacen imaginar la intensidad con la que su abuelo ha debido contar esta historia, una y otra vez. La guerra, sin embargo, no terminó ahí. Al igual que muchos camaradas, pudo retornar a Alemania y terminó re-enlistado. Al culminar la guerra decidió volver a la Argentina, cerca de los restos de su barco y su comandante.
“La tumba de mi abuelo no está lejos de la de Langsdorff, en el cementerio de La Chacarita, en Buenos Aires. Yo visito ambas por los menos una vez al año. Yo, amigo mío, existo gracias a la decisión que un oficial alemán tomó hace casi ochenta años, de desobedecer las órdenes de su comando, salvando así a su tripulación, aunque le costara la vida.”
Karl de pronto se levanta, saca un billete de cien mil rupias, lo pone sobre la mesa, y abandona el bar sin despedirse. Poco después me dirijo a mi habitación y busco en internet referencias de la historia que acabo de escuchar. Primero encuentro fotos del Graf Spee, luego me intereso por el rostro de Langsdorff y finalmente por una imagen de su tumba. Y apago la luz.
Lima, Julio del 2018