Katedral

KatedralA nuestras espaldas escuchábamos los llamados al rezo que descendían desde los minaretes de la gigantesca mezquita de Istiqlal y que eran ahogados por las oraciones y cánticos de la muchedumbre que nos rodeaba y que desbordaba la capacidad del lugar. A diferencia de la acera de enfrente, las familias estaban juntas; hombres y mujeres (todas ellas sin velo) compartían la misma ceremonia y nadie había dejado sus zapatos en la puerta. Era el Tercer Domingo de Pascua en la Catedral de Nuestra Señora de la Asunción, en Jakarta.

Desde que nos habíamos mudado a Indonesia teníamos interés por visitar este lugar, aunque Miriam tenía una intención más mística que la mía, pues desde chico he tenido un escaso apego por los rituales. Sin embargo, debo admitir que vivir en este país me había llevado a reconocer a la religión Católica como un elemento de mi identidad, en un entorno donde la fe musulmana influye en aspectos tan cotidianos como el arreglo personal, el vestido, la comida, las finanzas y el trabajo.

Miriam ya había encontrado una iglesia no muy lejos de casa donde los sábados por la tarde oficiaban misa en español (pasando en algunos momentos al italiano, al inglés y al indonesio). Me había quedado sorprendido de la poca resistencia de mis hijos, siempre remolones en Lima cuando se trataba de este tema. Ahora no saltaban en un pie, pero de alguna manera reconocían que, para bien o para mal, en Indonesia el ser católico era algo que nos definía, sumado al hecho de ser peruanos. No era casualidad que Francisco hubiera fotografiado el altar durante su primera misa en Jakarta y al visitar la Embajada del Perú hiciera lo mismo con el estandarte: a la distancia, la cruz y la bandera tenían un lugar insustituible en la configuración de nuestra identidad.

La Catedral de Jakarta fue erigida por los jesuitas al inicio del siglo XX durante el dominio colonial holandés. Es un edificio neogótico con dos torres en forma de aguja. Su relativa antigüedad (y el hecho de haberse construido en un terreno donde antes existía una iglesia más pequeña) es un indicador de la persistencia de una fe que se reconoce minoritaria pero no por ello menos importante. Sukarno, el gran impulsor de la independencia de Indonesia y el primer presidente del país, fue un convencido de la necesidad de hacer de la pluralidad una fortaleza en un archipiélago tan heterogéneo, lo que se expresa en el lema Unidad en la Diversidad que aparece en el escudo nacional, así como en los principios de la Pancasila, que establece, entre otros aspectos, la creencia en un Dios supremo. De este modo, el  Estado reconoce cinco religiones oficiales: Islam, Catolicismo, Protestantismo, Budismo e Hinduismo. Fue idea del propio Sukarno erigir la mezquita de Istiqlal (la mayor del sudeste asiático) justo enfrente de la Catedral, como un símbolo de armonía y tolerancia religiosa.

Ese respeto entre religiones es algo que predomina en la sociedad indonesia y la verdad es que hasta ahora nosotros nunca hemos sido discriminados o agredidos por no ser musulmanes. Pero este es un camino que jamás termina de construirse y en el pasado no muy lejano han ocurrido enfrentamientos sangrientos o atentados, como los que simultáneamente ocurrieron en varios templos protestantes y católicos (incluida la Catedral donde nos encontrábamos) en la víspera de la Navidad del 2000. Todavía persisten movimientos fundamentalistas islámicos en el norte de Sumatra (especialmente en Aceh) que hasta antes del tsunami del 2004 luchaban por separarse de Indonesia, pero que ahora están enfocados en que el cuerpo legal de la región se base en la ley islámica contenida en la Sharia, lo que quiere decir, por ejemplo, que si vamos por allá Miriam y mi hija María Cristina estarían obligadas a llevar velo a pesar de no ser musulmanas, extremos que afortunadamente disgustan a la mayoría de los propios indonesios y que por lo tanto tienen alcance limitado.

Aquel domingo, cuando llegábamos a la Catedral, veíamos cómo hombres, mujeres y niños bajaban de los taxis o caminaban desde los paraderos de autobús y se dirigían despreocupados hacia uno u otro lado de la calle, según la fe que profesaran. Al entrar, tuvimos que quedarnos de pie muy cerca de la salida pues la asistencia sobrepasaba su capacidad. La misa era en indonesio y a nuestro alrededor no había un solo extranjero. Tratando de seguir la secuencia que conocíamos a poco fuimos identificando las partes del ritual: Primera Lectura, Salmo, Segunda Lectura, Evangelio, Sermón.

Cuando nos acercábamos a la última parte de la misa mis hijos se comenzaron a preocupar. «¿Cómo se da la Paz en indonesio?», preguntaron inquietos. El traductor de Google decía que paz era perdamaian, pero no estaba seguro de que ese fuera el término adecuado en este caso, así que creí que era mejor mirar y ver qué pasaba. Al llegar finalmente al momento, comenzaron a extender la mano derecha, dar un leve apretón y luego hacer el ademán de llevarla al corazón mientras pronunciaban un saludo que hasta entonces pensé que era exclusivo de los musulmanes: salam. Aliviados por la calidez de la gente y la sencillez del momento, comenzamos a devolver los saludos usando la misma expresión. Ese fue un momento clave para nosotros, pues de pronto este grupo de católicos indonesios, que no tenían ni idea de dónde veníamos, nos aceptaba como parte de ellos mismos.

Al terminar la misa, luego de la comunión, y cuando la mayoría de la gente había abandonado ya la Catedral, pudimos apreciar su austera belleza interior, donde destacaba una gran escultura de La Piedad rodeada de velas dejadas por los fieles. Caminando hacia el altar, en una de las bancas, encontré un folletín con la secuencia y las lecturas del día. Ayudado nuevamente por el traductor de Google me enteré de que se había leído el discurso de Pedro luego de Pentecostés y el Evangelio había narrado el encuentro de Jesús con los discípulos camino a Emaús. Pero algo llamó poderosamente mi atención sobre todo lo demás: cada vez que en el folletín se mencionaba a Dios, la palabra empleada era Allah, recordando que más allá de las formas y a pesar de los fanatismos, en el Cielo no hay marcas registradas.

Salimos. Era cerca de la hora del almuerzo y teníamos que competir por un taxi con feligreses de las dos veredas. No entendimos nada del sermón, pero poco nos importaba; ya habría otra oportunidad para eso. Aquel domingo de abril vivimos lecciones de tolerancia, acogida e identidad que posiblemente no vayamos a experimentar en ninguna otra parte del mundo.

 

Lombok, Mayo del 2014

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