Un escritor colombiano

Mario MendozaEl avión es un excelente lugar para leer. Se trata, lo dije alguna vez, de un lugar en el que (aún) es posible desconectarse y entrar en un ritmo distinto al que, mientras tanto, se desenvuelve en tierra. Depende ya de uno si se dedica a esperar el sacudón que se siente primero en el estómago o se sumerge en una película o un libro. La verdad es que con tanto viaje a lo largo de los años he tenido vuelos dominados por el temor a la turbulencia (especialmente cuando por estar pronto en casa consigo adelantar el retorno y luego, ya en el aire, me pregunto si le habré hecho el juego a la parca), pero en la mayoría he visto películas memorables y he disfrutado de lecturas que han trascendido la sola experiencia del avión. De esto último trata lo que aquí paso a contar.

El aeropuerto El Dorado de Bogotá tiene una librería estratégicamente situada a unos pocos metros del ingreso al área de Migraciones, lo que invita a dar un último vistazo para conseguir un libro que ayude a sobrellevar las poco más de dos horas que toma el vuelo hasta Lima. En una de esas ocasiones, hace unos pocos años, revisaba el anaquel de autores colombianos (donde resulta muy difícil llevarse una decepción) con el criterio poco halagador para un escritor de que fuera un volumen relativamente corto, de modo que lo pudiera leer completamente durante el viaje. Esa búsqueda hizo que diera con La locura de nuestro tiempo de Mario Mendoza. Era una compilación de textos breves recogidos en doscientas cincuenta y siete páginas. Hojeé un par y decidí que era justo lo que buscaba para las siguientes horas.

En ese momento yo no tenía referencias de Mendoza, así que empecé a leerlo totalmente libre de cualquier prejuicio. Lo que encontré fue una serie de comentarios y relatos que me impresionaron por la dimensión personal que transmitía de episodios que lo habían marcado a lo largo de la vida. Era un «testamento literario», como él mismo lo indicaba en el prólogo. La potencia para convertir sus vivencias en literatura hicieron que no me despegara del libro hasta terminarlo, cuando el avión de Avianca empezaba a rodar sobre la pista del Jorge Chávez en Lima.

Aquello ocurrió a principios del 2011, dos años antes de que yo dejara mi puesto, pero ya en ese momento era absolutamente consciente de que mi empleo tenía los días contados por cambios que estaban ocurriendo en la empresa en todo el mundo, que incluían el cierre de las oficinas de Lima. Si bien tenía la confianza de que cuando llegara el final podría conseguir trabajo, la incertidumbre del cambio no dejaba de inquietarme. La Locura de nuestro tiempo llegó a mis manos cuando yo me preguntaba permanentemente si podía correr el riesgo de cambiar de rumbo, de reinventarme de alguna forma, en algo totalmente distinto o en un lugar absolutamente nuevo. Ese proceso mental por lo general lo ganaba, con poco entusiasmo de mi parte, la idea del mínimo riesgo en aras de la seguridad familiar. Hasta que en ese vuelo me encontré ante el poema navajo.

En la primera parte de su libro Mario incluye un texto en el que narra la epifanía que tuvo tras la lectura de un breve poema encontrado en una cueva, escrito por los indios navajos, y que llegó a sus manos de casualidad mientras trabajaba en la universidad. Salta, ya aparecerá el piso; ese era todo el texto, suficiente para que él decidiera renunciar y dejar todo por la escritura, lanzándose a una aventura en la que confiaba que finalmente aparecería un lugar donde caer, satisfecho, orgulloso de haber corrido el riesgo. Dos años después, contaba el mismo Mario, este salto dio fruto cuando su novela Satanás fue premiada en España.

Escribí esa frase en la pizarra de mi oficina en la casa, preguntándome día tras día si me atrevería a saltar, y si lo hacía, qué significaría ese salto. ¿Qué tan lejos de mi zona de confianza estaba dispuesto a llegar? ¿Es posible hacerlo siendo un padre de familia? Desde entonces comencé a explorar diferentes opciones en temas que me interesaban pero que no habían formado parte de mi experiencia laboral, como la energía solar y la iluminación, aún sin tener claro dónde acabaría.

A partir de La locura de nuestro tiempo me puse a leer todo lo que podía de Mario Mendoza. Cobro de sangre, Satanás, Buda Blues…Los libros también pasaron por mi padre, quien lo convirtió en uno de sus escritores de cabecera. Curiosamente, mi hijo Francisco, a la sazón de doce años, tampoco fue ajeno al estilo y a la temática, intensa y oscura a la vez, tan alejada de los textos que le recomendaban en la escuela y furtivamente empezó a leer Satanás. Así, tres generaciones compartíamos los libros del mismo autor, a quien habíamos llegado de casualidad porque yo quería una lectura ligera para un viaje.

Un día el escritor saltó de los libros al mundo virtual. De alguna forma me enteré que tenía un blog en el que escribía regularmente y al que había bautizado como Proyecto Frankenstein. Además, había abierto una página en una de las redes sociales. De modo que Mario Mendoza se transformó para mí en un escritor dinámico, vivo, que compartía regularmente su forma de ver el mundo y sus experiencias, que eran a la vez la fuente de sus historias. Más de una vez comenté algún texto que subía a internet y él tuvo la deferencia de responderme, estableciendo un vínculo que en otra época hubiera sido impensable entre el autor y su audiencia.

Ese mismo año Mario recibió en Colombia el Premio Nacional de Literatura «Libros y Letras». Al enterarme, como muchos otros, le escribí para felicitarle, comentándole que la casualidad me había llevado a leerlo y cómo mi padre y mi hijo lo seguían también, incluso a pesar de la crudeza de los temas que abordaba, que podría considerarse hasta inadecuada para un adolescente. En su respuesta compartió el enlace con el vídeo del discurso que dio al recibir el premio, en el que contaba cómo de manera casual, a los catorce años, se enteró de la existencia de la novela Papillon de Henri Charrière porque en el diario leyó acerca de un prófugo que en el momento de ser abatido mientras huía llevaba consigo un pequeño morral sólo con esa obra (en realidad el periodista mencionaba un libro llamado Mariposa, pero fue el padre de Mario, profesor universitario, quien le aclaró el título). A raíz de eso el joven Mario se puso a leer Papillon, día tras noche, incluso contra la opinión de su maestra de escuela, quien consideraba que esa novela no era literatura «seria». Lo que le fascinaba era que alguien pudiera valorar tanto un escrito que fuera una de las pocas pertenencias de un hombre en su huida infructuosa hacia la libertad; para Mario, ese es la clase de lector que todo escritor sueña tener. Además, comentó que esa experiencia le sirvió para ser un convencido, más tarde ya como profesor, de que la lectura obligatoria no tenía sentido y que un buen maestro busca el libro que mejor se adapta a la naturaleza y vivencias de cada alumno. Tras oír este discurso desapareció en mi cualquier intención de ejercer cierta clase de censura sobre la lectura de mis hijos, confiando en que ellos encontrarán su propio camino ayudados por las elecciones que llevábamos a casa.

Al año siguiente tuve que volver a Bogotá. Era abril del 2012 y esa ciudad se había vuelto mi destino más frecuente, adonde regresaba feliz por los amigos que hacían todo porque me sintiera como en casa. Además su vida cultural era particularmente intensa si se comparaba con la de Lima, o al menos la disfrutaba más (en doce meses asistí a por lo menos tres unipersonales estupendos en el Teatro Nacional). Esta visita coincidió con una edición de la Feria del Libro, un evento que no me era ajeno (recuerdo que en 1996, en mi primera incursión, había conseguido la novela Noticia de un secuestro de García Márquez al día siguiente de su lanzamiento). En esta ocasión tampoco me la perdería.

Una tarde, cuando ya había terminado en la oficina, tomé un taxi y me dirigí al tradicional local de Corferias. Eran pasadas las cinco y el frío comenzaba a invadir rápidamente conforme se iban debilitando los rayos del sol. Al llegar me puse a caminar, viendo las novedades, tratando de decidir qué llevar a Lima. Me entretuve un buen rato en el pabellón del Brasil, el país invitado, revisando unos cuentos cortos en portugués que me parecieron adecuados para María Cristina, mi hija. Luego fui hacia la zona de las grandes editoriales; para ello tenía que pasar junto a una pequeña cafetería, en una de cuyas mesas vi que una mujer joven conversaba animadamente con un hombre enfundado en una casaca gruesa de color negro al que yo sólo le veía de espaldas. Al bordear la cafetería pude ver a la muchacha desde otro ángulo, pero también a su acompañante, de quien pude distinguir que llevaba el cabello corto y la barba cerrada: era Mario Mendoza.

Ahí estaba el escritor colombiano, conversando amenamente tras una taza de café como si fuera un visitante más de la Feria. Ciertamente no esperaba esta sorpresa y en un primer momento amagué con seguir de largo, pero de pronto recordé la cordialidad con la que trataba a todo aquel que opinaba en su blog y la respuesta que me envió con el enlace a su discurso, así que finalmente me acerqué a la mesa.

—Mario, disculpa. ¿Tendrás un minuto? Vengo de Perú y quería conversar un momento contigo.

—Sí, claro. En media hora voy al pabellón de Planeta. Si quieres ahí hablamos.

—Listo, gracias. Allá nos vemos.

Tan simple como eso. Y antes que transcurrieran esos treinta minutos yo ya estaba esperándolo con tres libros suyos: La ciudad de los umbrales, La travesía del vidente y Una escalera al cielo. Poco después, Mario apareció en el pabellón de Editorial Planeta, donde recibió el saludo de otros lectores y cuando me vio se acercó amablemente, con la misma sencillez que refleja en sus entrevistas. Le conté rápidamente cómo habíamos empezado a leerlo en casa y que era un seguidor de su blog. Además, compartí con él el efecto que había tenido su discurso al recibir el Premio Nacional de Literatura sobre cómo orientar a mis hijos en sus lecturas.

Nuestra conversación habrá durado unos diez minutos. En ella, Mario me comentó que estaba trabajando en un nuevo libro que esperaba que estuviera listo en setiembre y que se nutría de su experiencia en centros de salud mental a raíz de la condición maníaco – depresiva de su madre. Me sorprendió la naturalidad con la que hablaba sobre su trabajo y su vida, convencido de que la relación con sus lectores debía ser totalmente franca, abierta, tal como pregona en su blog. Al final firmó los tres libros (uno para mi padre, otro para mi hijo y el último para mí) y nos tomamos la fotografía que aparece al inicio de esta historia.

En octubre del mismo año tuve mi último viaje antes de cambiar de empleo. Tenía que asistir a un evento en Sao Paulo en el que inevitablemente habría una despedida, pues muchos de mis compañeros de trabajo estarían ahí. Más que dejar este puesto, me dolía saber que en aquella ocasión me iba a encontrar con colegas que posiblemente jamás volvería a ver. De hecho, Hans, un holandés de Rotterdam que era un genio en todo lo que tuviera que ver con tractores, me soltó ese comentario al final cuando nos despedimos en la recepción del Sheraton antes de abordar mi taxi para ir al aeropuerto de Guarulhos. Dejaba un equipo de coyotes repartidos por el mundo, sin oficina y sin horario, acostumbrados a trabajar con absoluta independencia. Nuestros orígenes eran muy diversos (además de Hans estaba Girish de la India, Ahmed de Turquía, Peter de Sudáfrica, Joe de Inglaterra, Frank de Alemania, Felix de Australia, sólo por nombrar a algunos) pero teníamos una visión bastante similar sobre qué significaba hacer las cosas bien. Además, siempre disfrutábamos de encontrarnos (una o dos veces al año cuando mucho) y compartir nuestras aventuras laborales en Siberia, los Andes o el Mediterráneo.

Esta vez, para llegar a Sao Paulo había elegido pasar por Bogotá, a pesar de que desde Lima habían varios vuelos directos. Costaba igual, pero para mí tenía un doble objetivo: acumular la mayor cantidad de millas antes de dejar el trabajo y comprar La importancia de morir a tiempo, la obra que Mario Mendoza me había anticipado que saldría por esas fechas.

Tenía algunas horas en el cambio de avión en Bogotá lo que me dio tiempo para buscar tranquilamente el libro, el cual encontré en mi ya entrañable librería del aeropuerto El Dorado. Inmediatamente lo comencé a leer y, al igual que con La locura de nuestro tiempo, lo terminé antes de aterrizar. Pero a diferencia de antes, yo ya sabía que mi último día en ese puesto era el 31 de Octubre lo que proporcionaba una carga emocional que no tenía dos años atrás. De hecho ya había creado mi propia empresa y estaba empezando a desarrollar algunos proyectos, midiendo las oportunidades que tenía como trabajador independiente.

Y una vez más un texto me botó del caballo. Se trataba de La importancia de morir, que a mi juicio es el escrito medular de esta obra (de hecho, bautiza casi completamente al libro). En menos de una página Mario desarrolla la idea de que morimos muchas veces pero que solemos aferrarnos a un cadáver, cuando lo que hay que hacer realmente es morir tranquilamente para renacer convertido en otro, celebrando esa irrupción, a veces violenta, enterrando y despidiendo de la mejor manera posible el cadáver de lo que fuimos.

Ahí estaba yo, a punto de dejar de ser lo que había sido durante casi una década, muriendo sin saber qué hacer con este cadáver mientras trataba de empezar una nueva vida. En ese momento entendí que si quería realmente empezar algo tenía que agradecer lo que había sido y mirar para adelante, dispuesto a aceptar que el renacer podría ser largo y doloroso, pero confiando que, como decía el poema navajo, habría un piso sobre el cual caer para seguir viviendo.

Casi dos años han transcurrido desde ese último paso por Bogotá. Ahora estoy con mi familia en Indonesia, donde los cuatro decidimos llegar para empezar un nuevo camino, preguntándonos si venir sería un error irreversible o el mayor acierto de nuestras vidas; pero por ahora esto es a lo que llamamos hogar, aunque muchos de nuestros afectos se encuentren al otro lado del mundo. Es verdad que mi trabajo no es totalmente distinto a lo que hacía en el pasado, pero un nuevo entorno con un idioma tan diferente hacen de esta experiencia un reto único. En todo este tiempo muchos libros han pasado por mi velador, pero difícilmente podrá repetirse un acercamiento como el que tuve (tuvimos) con la obra de Mario Mendoza. Y cuando veo a mi hijo eligiendo la versión en inglés de Papillon para un curso de su nueva escuela en Jakarta, no puedo sino tener una profunda gratitud hacia este entrañable escritor colombiano.

Jakarta, Julio del 2014

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