Durante mis primeras vacaciones de universidad, antes de cumplir los 18, viajé por tierra hasta Buenos Aires. Era mediados del 86, luego de un primer ciclo de Estudios Generales que me había costado un esfuerzo mucho mayor que el esperado. Iba de mochilero con Rafael, un amigo del colegio, en una ruta que, si bien tenía como destino final la capital argentina, pasaría antes por Santiago, Osorno y, luego de cruzar los Andes, San Carlos de Bariloche.
En Chile aún gobernaba Augusto Pinochet; el plebiscito ocurriría dos años después. Era una época de mejora de imagen que vendía el éxito económico liderado por Hernán Büchi y los llamados «Chicago Boys», que tácitamente justificaba el terror desencadenado en el golpe de estado del 73 con una envidiable recuperación económica. Como una prehistoria de la internet, yo solía sintonizar emisoras en onda corta, y una de las que mejor se captaba era Radio Nacional de Chile, que al ser un vocero oficial describía un país ganador, eficiente. Así que cuando cruzamos la frontera en el control de Chacalluta y la bienvenida nos la daba un letrero con la frase «En orden y paz Chile avanza», la sensación era que estábamos por presenciar la confirmación de que el fin justificaba los medios.
Efectivamente, por donde pasábamos veíamos mucho más orden que en el Perú, que en ese momento vivía los primeros años del gobierno de Alan García, confiando en un manejo heterodoxo de la economía que nos llevaría poco después a la mayor crisis del siglo XX, mientras Sendero Luminoso ganaba fuerza en las ciudades por medio del terror. Arica era una ciudad más moderna que Tacna, lo que se reflejaba desde la actividad comercial del paseo 21 de Mayo, hasta los servicios como los del terminal rodoviario. Ciertamente, la dictadura sabía venderse bien.
Para llegar a Santiago hubo que hacer un cambio de bus en Antofagasta, adonde llegamos diez horas después de salir de Arica. De aquella visita la recuerdo como una ciudad silenciosa, fría, con un centro con edificios antiguos pulcramente conservados. No hubo mucho tiempo para mirar mucho más, pues el transbordo fue breve. Años después, al volver a esta ciudad, no pude reconocer los mismos lugares; de hecho me he llegado a preguntar si he confundido recuerdos y quizás lo que realmente rememoro es algún lugar de Santiago o Arica.
El viaje por tierra entre Antofagasta y Santiago toma aproximadamente dieciocho horas. Tras tantos años no recuerdo bien por qué, pero Rafael y yo nunca nos sentábamos en asientos contiguos, no sé si por falta de oportunidad, alguna antipatía o por el interés expreso de conocer gente. El hecho es que aquella vez viajé junto a un maestro de escuela. Se llamaba Arturo, y de eso no me olvido porque de ahí empezó nuestra conversación: «Ah, como Arturo Prat», dije, agregando que mi segundo nombre era Miguel, como Grau.
La mayor parte de mi vida escolar coincidió con el centenario de la Guerra del Pacífico. Además de lo que usualmente uno podía estudiar en cualquier otra época, nosotros vivimos rodeados de una serie de elementos que al menos a mi me hacían tener este tema muy presente. Desde algo tan simple como un álbum con figuritas (el único que llegué a completar), hasta una serie de televisión, pasando por los libros de la biblioteca de mi casa, donde destacaban los de Guillermo Thorndike (1879 y El Viaje de Prado) y las memorias del Mariscal Cáceres, además de publicaciones del Ejército que llegaban a manos de mi padre a través de mi tío, por ese entonces Teniente Coronel. Para un concurso escolar yo escribí un cuento sobre un muchacho peruano que vivía en Santiago y que se resistía a aceptar esa parte de la historia tal como se la enseñaban en el colegio, en una dicotomía entre la verdad y la mentira, donde partía de la premisa de que la versión peruana era absolutamente cierta y la chilena absolutamente falsa. Pero ahora estaba junto a un maestro de escuela, lo que para mi era una oportunidad tentadora de retar versiones, tanto la mía como la suya.
Arturo enseñaba a alumnos de penúltimo año en Antofagasta; viajaba a visitar a su familia en Santiago. Bordeaba los cincuenta años; su fisonomía se ha diluido en mi memoria, aunque lo supongo delgado, de rostro cobrizo, mirada serena y cabello corto.
Según él, el origen del problema no estuvo en un supuesto expansionismo chileno sino en la creación de la Confederación Perú – Boliviana en la década de 1830, la que habría encajonado a Chile entre dos países mucho más fuertes (considerando a la Argentina al este), lo que era un peligro potencial para su subsistencia. «El tiempo le daría la razón a Diego Portales. Recuerda la humillación que sufrió Paraguay con la Triple Alianza treinta años después», me dijo. Luego estaban las discrepancias entre Chile y Bolivia sobre el paralelo que definía la frontera y la propiedad de los recursos en esa zona donde, en muchos casos fomentado por el mismo gobierno boliviano, había una presencia importante de mano de obra y capital chilenos. Según Arturo, fue justamente el maltrato a los chilenos en las salitreras en territorio boliviano lo que desencadenó la guerra.
– Hasta ahí podía hablarse de un problema entre dos países – continuó – pero estaba el pacto secreto que habían firmado Bolivia y el Perú y al que fue invitada la Argentina, aunque nunca se unió. Ese tratado los arrastró a un conflicto en el que de mediadores pasaron a beligerantes. ¿Por qué lo firmaron? Vaya uno a saber, pero eso ocurrió cuando el equilibrio de fuerzas era totalmente desfavorable para Chile. Los acorazados Cochrane y Blanco Encalada se compraron justamente para balancear capacidades.
Esta era una versión que se oponía a la que yo tenía de una disputa entre el estado boliviano y una empresa privada con capitales chilenos que se usó como pretexto para apalancar una invasión y conseguir recursos que estaban en territorio ajeno, que Chile sólo podría aprovechar si tenía la fuerza suficiente para enfrentar a Bolivia y al Perú, por lo que se prepararon para una guerra que nadie más buscaba.
El intercambio de versiones sobre el origen de la guerra nos tomó bastante tiempo. Ambos estábamos sorprendidos por los argumentos del otro, que no carecían de verosimilitud y que en la mayoría de casos matizaba la imagen de malos contra buenos que las historias oficiales trataban de pintar. Pero fue cuando discutimos eventos concretos del conflicto armado que las diferencias se agudizaron. Al fin y al cabo, las guerras las declaran los gobernantes y las justificaciones geopolíticas dependen del enfoque del observador, pero es la gente común la que tiene que dejar a la familia y dar la vida por la patria sin importar la justicia de la causa, y es ahí donde se forjan los héroes y los villanos que deliberadamente se ensalza u oculta, según el caso.
Entre lo poco que coincidíamos sobre el desarrollo de la guerra resaltaba el Combate naval de Iquique: La inmolación de Prat al saltar a la cubierta del Huáscar, el rescate de los náufragos de la Covadonga por orden de Grau, la correspondencia posterior entre éste y la viuda del comandante de la Esmeralda, la tragedia que significó para el Perú el perder su mejor buque, la Independencia, cuando encalló en Punta Gruesa, lo que de alguna forma configuró el resto de la guerra. Por otro lado, Arturo se mostró sorprendido cuando le hablé sobre el repase de los soldados peruanos heridos, del incendio de Chorrillos y el saqueo de la Biblioteca Nacional en Lima. Era una confrontación de versiones donde íbamos descubriendo cómo las narraciones se habían construido en base a la diferencia de énfasis, distorsiones u omisiones de episodios claves.
– Te recomiendo que en Santiago compres un libro sobre la Guerra. Así podrás comparar de primera mano nuestra versión oficial y la que se enseña en el Perú. Tú y yo repetimos lo que otros han contado y creemos que no nos mienten, pero tú me has hablado de una versión que suena tan verosímil como la que mis alumnos tienen. Ojalá pudiera tener la oportunidad que tú tendrás en Santiago y alguna vez tenga entre mis manos un libro con la versión peruana de la historia.
En ese viaje hablamos también de otras cosas. Ahí pude apreciar el contraste entre el orden oficial y el descontento de la gente, que anhelaba poder decir lo que pensaba sin temer a la represión. En algún momento escuché por los parlantes del bus una canción que decía «Latinoamérica es un pueblo al sur de Estados Unidos». Los Prisioneros empezaban a hacerse oír, prefigurando una actitud desafiante que terminaría desembocando en el triunfo del «No».
Llegamos a Santiago un 14 de agosto, víspera de la festividad de la Asunción de la Virgen. Una de las primeras cosas que hice fue pasar por una librería en el Paseo Ahumada y comprar un Resumen de la Guerra del Pacífico, libro editado por Óscar Pinochet de la Barra que compendiaba la obra de Gonzalo Bulnes. El texto desarrollaba efectivamente la versión oficial chilena de la historia. Ahí estaban los puntos de vista que había discutido con Arturo en el bus. Primero sentí fastidio, incomodidad, frustración, como si estuviera ante alguien que trata de justificar una acción indiscutiblemente mala, como cuando atribuye el saqueo de Chorrillos a una soldadesca en desbande, sin oficiales, derrotada, y no a vencedores ávidos de trofeos tras meses de privaciones. Luego, revisé el libro con más detalle, empezando por los antecedentes de la guerra, donde se desarrollaban los argumentos adelantados por Arturo, y llegué a la conclusión personal de que, al menos en lo que respecta a los orígenes, esta confrontación se debió en gran medida a torpezas y miopías de los propios gobernantes peruanos de entonces.
Ese viaje fue uno de los más importantes de mi vida, porque traje lecciones que me marcaron para siempre. Primero, no podemos ser prisioneros de nuestra historia y terminar odiando según el color del pasaporte por un evento que ocurrió hace más de cien años. Ahí terminé de ponerle rostro y nombre a los chilenos, que desde entonces dejaron de ser un ente abstracto vinculado solamente a la mayor de nuestras desventuras para volverse amigos (muchas veces entrañables), leales compañeros de trabajo, o creadores de algunos de los mejores libros que he leído; además ni ellos ni nosotros decidimos ni peleamos esa guerra.
En segundo lugar, hay que desconfiar de la imagen sin fisuras que nos venden interesadamente de un país: la unanimidad no existe y normalmente oculta una realidad que a alguien le conviene ocultar. Lo que vi y lo que pude conversar descubrió ante mi un país con un gran descontento que comenzaba a hartarse de hablar a media voz. El plebiscito terminaría por mostrar que las realidades no se pueden decorar eternamente.
Finalmente, y a mi juicio esto es lo más importante, uno siempre debe buscar más de un punto de vista, pues la verdad suele estar al medio. Cada versión responde involuntaria o deliberadamente a intereses específicos. Por más imparcial que pretenda ser un analista, un periodista o un historiador, su trayectoria personal o sus compromisos influirán inevitablemente en la posición que toma. Y si se trata de la prensa, el grupo político o económico detrás definirá lo que se quiera transmitir. Por ello, si realmente queremos estar más cerca a la verdad, alejémonos de la tentación de quedarnos con una sola fuente, pues esa es la incubadora de los fanáticos. Esfuerzos como los del periodista chileno Rafael Cavada al crear la miniserie Epopeya y recoger la versión de historiadores peruanos y bolivianos apuntan justamente a evitar los sectarismos.
Esta búsqueda de puntos de vista alternativos me ha llevado a conversar sobre muchos temas, con mucha gente, casi siempre con resultados sumamente enriquecedores. Sin embargo, no falta por ahí el que cree entenderlo todo con un solo libro. Años después, viajando entre Miami y Key West, conversaba con una vendedora que tenía a cargo algunas cuentas de lubricantes en el sur de la Florida. Ella, practicante de un grupo evangélico, me comentaba que gracias a El Código Da Vinci había entendido cómo funcionaba la Iglesia Católica. Yo trataba de explicarle que esa era una ficción que no podía ser tomada como una historia real, pero ella insistía en que todo eso era verdad, especialmente lo de las intrigas y las organizaciones secretas. Entendiendo que mi interlocutora no iba a dar su brazo a torcer, no le insistí más y cambié de tema, pero más tarde, para divertirme, le comenté que gracias a la película Fahrenheit 9/11 yo había comprendido cómo funcionaba la política en su país, en particular cómo los gobernantes ponían sus intereses personales por encima de los nacionales. Ella airadamente me respondió que esa era sólo una invención, una «mentira de los enemigos de la libertad». No me volvió a hablar el resto del camino.