La convivencia

IMG_0957Durante una semana estuve de visita en una mina que tiene el privilegio de estar muy cerca al mar, en la isla de Sumbawa. Para alguien como yo que ha tenido que ir a yacimientos en las alturas de los Andes, el terminar el día en un pequeño hotel frente a una playa casi desierta en el Océano Índico es un cambio que no deja de tener su encanto. Al amanecer, tras desayunar y antes de empezar a trabajar, bajaba hasta la orilla y caminaba unos cincuenta metros mar adentro, sobre una plataforma de piedras y corales, que desaparecía cuando la marea se elevaba. Podía ver cómo se formaban diminutos estanques temporales que albergaban peces, cangrejos, lombrices de mar, que tendrían que convivir hasta el pleamar a menos que alguno terminara siendo el desayuno de otro. Un poco más allá, algunos tablistas (por lo general australianos) aprovechan las olas que se forman cuando termina el lecho de rocas.

El hotel tiene su propia fauna. Recuerdo haber estado sentado en la entrada, que era el único lugar donde una débil señal de internet me conectaba con el mundo, cuando de pronto veo pasar un cangrejo raudamente, rumbo al patio, para lo cual tenía que superar un pequeño desnivel cuya altura convertía en una misión muy complicada, superior a la que podría acometer un cangrejo promedio. Pero éste había resultado persistente: luego de varios intentos, el pequeño animal logró su cometido, justo cuando un gato aparecía en escena. Al ver al cangrejo, se impulsó con las patas traseras y comenzó a perseguirlo, mientras que el crustáceo entendía que si no huía no volvería a ver el sol. Pensé que el desenlace estaba cantado y que el gato habría cenado mejor que yo (en mi caso un dudoso plato de arroz frito, o nasi goreng), así que seguí revisando mis correos en el computador. Al poco rato, levanté la cabeza, y grande sería mi sorpresa al ver al cangrejo, frente a mi, vivo, triunfante, como diciéndome que yo estaba equivocado, que ese gato no había podido con él. Y lo cierto es que al felino no lo volví a ver más.

Pero lo que predominaba eran las lagartijas. Las habían de diversos tamaños y colores, y podían aparecer de pronto desde detrás de un cuadro o caminando por el cielo raso, alrededor de una luminaria o en el espaldar de una silla. Eso sí: en teoría las habitaciones eran territorio vedado para ellas y si alguna osaba entrar el personal del hotel se encargaba de sacarla, digamos que amigablemente. Al menos eso era lo que aseguraban.

A pesar de ello, yo encontré una en el baño de mi habitación, a las tres de la madrugada, durante mi primera noche en el hotel. Era del tamaño de dos puños, de color gris con unas motas moradas distribuidas por todo el cuerpo. A esa hora era difícil cambiar la situación, así que cerré la puerta del baño, confiando en que nada ocurriría. Y así fue; al amanecer la encontré en una esquina del techo y se quedó ahí, inmóvil, mientras me duchaba. Antes de ir para la mina, luego de desayunar y bajar a la playa, avisé sobre la intrusa y pedí su desalojo con un conminatorio «o ella o yo».

Al regresar por la tarde, luego de revisar mi dormitorio y el baño, asumí que la lagartija era historia, pues no la veía por ningún lado. Luego de cenar y una pequeña sobremesa fui a descansar. Había sido un día agotador, desplazándome por toda la mina, conociendo gente, en reunión tras reunión, así que decidí apagar las luces temprano. Esa noche llovió intensamente con rayos y truenos como hasta ese momento no había experimentado en Indonesia, y como estaba desacostumbrado las fuerzas de la naturaleza terminaron invadiendo mi sueño en forma de un bombardeo mientras yo regresaba en el tiempo a mi escuela, escondido bajo una carpeta, al igual que otros compañeros, quejándonos porque no podíamos salir al patio a jugar. Era tercero de secundaria, y curiosamente siempre es el año que se me presenta las pocas veces que he soñado con esa época. No recuerdo quiénes estaban a mi alrededor; sólo sé que eran mis amigos, como una serie de entidades a las que no podía poner voces ni rostros específicos, pero que coincidían en argumentar que nada iba a pasarnos. Entonces me enfoqué en el profesor, a quien intuía presente pero que no veía. Quería saber quién era, cómo se llamaba, para insistir en que nos deje libres, que el bombardeo era lejos de nosotros. De pronto, desde una de las carpetas alguien dijo: «Es la Iguana».

¡La Iguana! Era el apodo que tenía un profesor que curiosamente nunca nos llegó a enseñar (las razones del sobrenombre poco importan ya). Dentro deli sueño eso para mí no tenía lógica. ¿Qué hacía la Iguana en nuestra clase? ¿Dónde estaba nuestro verdadero profesor, Carlos Valiente? Porque en el sueño sí me acordé de mi maestro de Literatura. En el fondo seguían el estruendo de los bombardeos, uno tras otro, y yo cada vez más agitado, en una especie de umbral entre el sueño y la realidad, preguntándome por qué la Iguana estaba ahí si a mí me enseñaba Valiente. Y una vez más, surge una voz desde las carpetas, pero ahora soy yo mismo, que desde la vigilia trata de ordenar el caos que me está usurpando el descanso: «La Iguana ha venido por la lagartija». Entonces me despierto. La noche aún estaba cerrada. Afuera la lluvia seguía imparable. Yo, desconcertado, trato de ubicarme en dónde estoy, qué pasa afuera. Poco a poco las ideas se van ordenando. Sumbawa…la mina…el hotel…la tormenta…la lagartija. Entiendo que fue un sueño y me asalta la idea de que el animal pueda estar todavía en mi baño. Pero decido tratar de volver a dormirme. Al fin y al cabo, se supone que ya no está. Así que cierro los ojos y me quedo dormido, esta vez tan profundamente que no recuerdo qué más soñé.

A la mañana siguiente quiero empezar con la misma rutina de ducha, desayuno, caminata sobre las aguas y salida a la mina. Todo parece fluir tranquilamente hasta que vuelve a aparecer el reptil desde la espalda de un armario, justo mientras me estoy vistiendo. Primero paso del sobresalto al fastidio, pues se suponía que ya no debía estar ahí, pero luego, con un poco de indulgencia, contemplo al pequeño animal y me convenzo que es totalmente inofensivo, Además, era un espécimen muy bello, con una perfecta armonía entre el gris y el morado de la piel, a lo que se sumaban un par de inmensos ojos negros. De pronto empieza a desplazarse discretamente por la pared rumbo al techo, justo hacia la luz alrededor de la que revolotean un par de polillas. Cuando está cerca se detiene, calcula por unos segundos y dispara la lengua a una velocidad casi instantánea: las polillas han desaparecido, engullidas. En ese momento pienso que podría ser de ayuda para comerse algún insecto indeseable, así que decido darle una oportunidad: si ella no me molesta yo no vuelvo a pedir que la saquen. Efectivamente, durante los cuatro días siguientes ambos cumplimos con nuestra parte, con mi nueva amiga desplazándose entre las paredes y el techo del baño y yo sin volver a comentar sobre su existencia al personal del hotel. Un pacto silencioso que posiblemente se repita en febrero.

Jakarta, Diciembre 2013

 

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