
Desde la parálisis en la que me encuentro, la alternativa del Transjakarta parece lógica. Así que decido volverme usuario, aunque tenga que caminar un poco más para llegar a las estaciones. Sigue siendo ganancia neta, o al menos así me parece. Son los primeros días aquí y ocupo un apartamento de dos ambientes en Thamrin Residence, un complejo de cinco edificios de cuarenta pisos, que será mi vecindario por tres meses mientras busco un lugar permanente.
Al día siguiente salgo para el trabajo y camino unos quince minutos hacia la estación de Tosari. Son las siete de la mañana y la ciudad comienza a llenarse de autos y de motocicletas. Cruzo el puente sobre el canal de Waduk Kebun Melati, que irónicamente se traduce como el «Reservorio de los Jardines de Jazmín», pues por su nombre debió ser un lugar de aguas cristalinas y belleza incomparable, pero que hoy es un depósito de aguas estancadas y hediondas, rodeado de casuchas que dentro de no mucho seguramente darán paso a edificios de departamentos como el de mi apartamento. En el camino, una decena de motociclistas ofrecen sus servicios. Son los ojek, que te llevan unas cuantas cuadras por unos pocos miles de rupias (sí, miles, aunque los ceros estén por demás). Negocias, acuerdas un precio, te pones el casco, te sientas detrás del motociclista y listo. Sin embargo, yo hasta ahora no uso un ojek por dos razones: no hablo indonesio y temo hacer una mala negociación y porque no sé qué cabezas estuvieron dentro de ese casco antes que la mía.
Sigo caminando y me encuentro con dos centros comerciales a ambos lados de la calle. Son el Plaza Indonesia y el Grand Indonesia, mastodones que albergan cientos de tiendas de marcas internacionales y de lujo, además de restaurantes y cines, como en cualquier lugar del mundo. Es curiosa la afición que tiene esta ciudad por los malls, tanto que puede tener hasta dos contiguos, con las mismas tiendas que pagan doble alquiler pero que a pesar de ello siguen allí, por toda Jakarta, gigantescos. Pero a esta hora están cerrados y el gran movimiento acontece afuera, donde jóvenes, especialmente mujeres con niños, hacen la seña del auto stop, ofreciéndose para que el conductor complete el número mínimo de pasajeros para utilizar los carriles preferenciales en las autopistas a cambio de un pequeño pago.
Finalmente, llego a la estación y subo al puente peatonal a través de unas rampas en zig zag que me hacen pensar que algún bogotano vino hasta aquí a diseñar este sistema (en Colombia, entrar o salir de una estación del Transmilenio puede ser un ejercicio extenuante a 2,600 metros de altura). Pago 3,500 rupias y me pongo en la fila. No hay mucha gente, así que puedo subirme al primer bus que pasa. Es un vehículo amarillo y rojo, articulado, con aire acondicionado, que efectivamente a esta hora avanza más rápido que los autos. Tiene tres puertas, pero me parece extraño que la mayor cantidad de pasajeros esté concentrado en la zona central, dejando los extremos bastante libres. Tras una segunda mirada entiendo que la parte delantera está reservada para mujeres, y veo entre las ocupantes del bus algunas que sobre el cabello llevan un jilbab o velo, lo que permite saber quién es musulmana pero no quién no lo es, pues cada vez más mujeres optan por no poner en evidencia a qué religión pertenecen a través de su indumentaria.
Me dirijo entonces al fondo del bus. Ahí voy tranquilo, relativamente cómodo, rodeado mayoritariamente por hombres, muchos de los cuales están revisando sus teléfonos celulares. No veo a nadie con saco y corbata, pero sí varias coloridas camisas de batik, tradicionales entre los indonesios. Todo parece ir bien, sólo que comienzo a observar que los pasajeros de atrás no están atentos a ninguna estación, por lo que deduzco que van hasta el final de la ruta. Entonces miro qué ocurre cuando pasamos por las estaciones y caigo en la cuenta de que muchas sólo tienen una puerta mientras el bus en el que voy tiene tres, lo que obliga a que la gente suba y baje por el centro, provocando una alta densidad en la mitad del vehículo. El problema es que descubro esto demasiado tarde y cuando llego a la estación en la que tengo que bajar estoy perfectamente situado en una puerta que no se abrirá porque quien diseñó las estaciones del Transjakarta no conversó con el que desarrolló las especificaciones de los buses. Trato de abrirme paso pidiendo permisi (así se dice en indonesio) pero todo resulta infructuoso: me resigno a llegar a la estación final, dos paradas más allá, en el Blok M, viendo cómo la puntualidad se me va al diablo.
Mi primera intención es tomar un bus en el sentido inverso y bajarme en la estación que me corresponde en el distrito de Senayan, pero al ver la fila de los pasajeros que pugnan por subir al Transjakarta en el Blok M, tomo la desesperada decisión de buscar un taxi, pensando que es mi mejor opción para no demorarme más en llegar al trabajo. No tardo mucho en subirme a uno, pero nos sumergimos en el tráfico que quería evitar y un tramo de diez minutos se convierte en uno de tres cuartos de hora, mientras contemplo, impotente, cómo los buses amarillos y rojos avanzan por su carril exclusivo, uno tras otro, y yo vuelvo a pensar, ingenuamente, que quizás el Transjakarta era una buena idea.
Jakarta, Noviembre del 2013